miércoles, 27 de mayo de 2009

Tte. Roberto Estevez Un joven Catolico y Heroe


Se cumplen hoy, veintisiete años de la muerte de este joven argentino que murio combatiendo en la recuperacion de las Islas Malvinas. Cuando fallecio, tenia veinticinco años...
El Teniente Roberto Estévez es uno de los 649 argentinos que quedaron como centinelas eternos del territorio insular argentino de Malvinas. En una oportunidad, durante su curso de Comando en 1981, sufrió dos paros cardíacos en un mismo día a causa del enorme esfuerzo físico que demanda ganarse la boina verde. A la mañana siguiente se presentó de nuevo para continuar el curso ante la atónita mirada de sus instructores y un superior le dijo: "¡Estévez...! ¿Qué hace acá? ¡Debería estar en Enfermería!" ¡No habían podido detenerlo...! El Teniente Estévez, del Regimiento 25 comandado por el Coronel Mohamed Alí Seineldín, cayó durante la batalla de Darwin-Prado del Ganso el 28 de mayo de 1982 luchando contra el II Batallón de Paracaidistas británico.

Nació en Misiones 24 Febrero de 1957 Ingresó al CMN 27 Feb 75 y egresó como Subtte I en el año 1978. Participó como Teniente, en el desembarco del 02 de Abril de 1982 con el RI 25, siendo desplegado con la Ca I “C” del Regimiento en la localidad de Darwin.

Durante la guerra de Malvinas, el teniente Roberto Estévez estaba posicionado en con sus hombres en Pradera del Ganso, cuando recibió la orden de atacar la Colinas de Boca House.

Considerando Estévez que aquella era una misión sin retorno, agradeció a su superior la oportunidad que le daba de llevar acabo esta misión. Arengó su tropa y al frente de ella se dirigió al objetivo bajo un intenso fuego de artillería, llegando al mismo en la madrugada siguiente.

- "Teniente Estévez, como último esfuerzo posible, para evitar la caída de la Posición Darwin-Goose Green, su Sección contraatacará en dirección NO, para aliviar la presión del enemigo sobre la Compañía "A", del Regimiento 12 de Infantería. Tratará de recomponer, a toda costa la primera línea. Sé que la misión que le imparto sobrepasa sus posibilidades, pero no me queda otro camino".

Luego, lo despidió con un fuerte abrazo. La difícil y crítica situación no le permitió agregarle ningún otro tipo de detalle a la orden; además, tratándose de Estévez, eran innecesarios.

-"Soldados, en nuestras capacidades están las posibilidades para ejecutar este esfuerzo final, y tratar de recomponer esta difícil situación. Estoy seguro de que el desempeño de todos será acorde a la calidad humana de cada uno de ustedes y a la preparación militar de que disponen" ...así fue la rápida arenga de Estévez.

Finalmente, todos los integrantes de la fracción, escucharon la mejor y más hermosa orden que puede dar un Jefe: "Seguirme!". Pronto estarían inmersos en el combate.

- "Para la Sección, sobre las fracciones enemigas que se encuentran detrás del montículo, ¡fuego! Artilleros, sobre el lugar, deriva 20 grados, alza 400 metros, ¡fuego! Esté atento Cabo Castro, en dirección a su flanco derecho, puede surgir alguna nueva amenaza..." -diversas órdenes se entrecruzaban en medio del fragor y la ferocidad de la lucha; finalmente, se logra bloquear el avance, y aliviar en parte la presión ejercida por los ingleses.
“...Llegó a mi posición el Tte. Estévez herido con dos balazos en el cuerpo, en la pierna derecha y en el brazo, que lo tenía colgado. Me preguntó si estaba herido, que lo de él no era nada. [...] Seguía dando órdenes y haciéndonos sostener el combate mientras él, con su único brazo sano se comunicaba con el comando, dando toda la información sobre el enemigo. No sé cómo los ingleses habían tomado posiciones tan altas. Estaba hablando por radio a mi lado cuando recibió otro balazo en la cabeza que le entró por el pómulo derecho. El impacto lo tiró para atrás a Estévez. Yo ya no tenía miedo ni nada. Era como que esperaba tener a tiro a un inglés, o lo mato yo a él, o él me mata a mí. Y el Tte. Estévez, desangrándose... Hubo un momento en que me rozaron dos esquirlas la cabeza, y el Tte. Estévez, que agonizaba en silencio, me pide que me ponga el casco de un muerto. Me caían los hilitos de sangre por la cara. Cuando me volví a mirarlo, mi Tte. Estévez había muerto...”
Por esta acción recibe post mortem la condecoración “La Nación Argentina al heroico valor en combate”, la más alta otorgada por nuestro país. Dice la proclama:
“Al Tte. Don Roberto Estévez, del RI 25. Dirigir un contraataque durante la noche, en una zona ocupada por fuerzas enemigas superiores, para permitir el repliegue de efectivos propios comprometidos. Pese a resultar seriamente herido con la acción, ocupar el objetivo asignado y mantenerlo en situación desventajosa, rechazando sucesivos ataques, oportunidad en la cual ofrenda su vida”.

La carta póstuma que el Teniente Don Roberto Estévez dejó escrita, en cumplimiento de orden que se impartió al Regimiento, estaba dirigida a su padre. Esta se convirtió en un documento histórico:

Querido papá,

Cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. El, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en cumplimiento de mi misión. Pero fijate vos, ¡que misión? ¿no es cierto? ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas, todos destinados a recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas Nuestra Soberanía?. Dios, que es un Padre Generoso ha querido que éste, su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria.

Lo único que a todos quiero pedirles es: 1) que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo. 2) que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza y, muy importante, 3) que recen por mí.

Papa, hay cosas que, en un día cualquiera, no se dicen entre hombres pero que hoy debo decírtelas: Gracias por tenerte como modelo de bien nacido; gracias por creer en el honor; gracias por tener tu apellido; gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy y que es el fruto de ese hogar donde vos sos el pilar.

Hasta el reencuentro, si Dios lo permite. Un fuerte abrazo.

Dios y Patria ¡O muerte!

Roberto

lunes, 25 de mayo de 2009

Hombres de Antaño



"...y eran en sus hazañas largos para
facellas, cortos para contallas.
(P. Juan de Mariana)."
El 8 de abril de 1579 notábase una extraordinaria animación en el real de las tropas acampadas al pie de los muros de Mastricht, a una y otra ribera del Mosa. Alemanes, borgoñones, irlandeses, italianos y españoles, se agitaban por todas partes en sus respectivos cuarteles, con esa ordenada actividad que revela siempre la unidad en la dirección y la fidelidad en la ejecución. La caballería ligera de herreruelos traía ramas y malezas de las riberas del río: unos preparaban con ellas fajina para rellenar los fosos; otros cestones de tierra para proteger el manejo de la artillería, y sacas de lana y de hoblón, especie de simiente de que hacían en Flandes la cerveza, para reparar las trincheras. Algunos conducían en sus cureñas, tiradas por bueyes, los cañones que se habían de colocar para batir las murallas, en los fuertes bastiones levantados a igual altura de las defensas: todos, en fin, se aprestaban para el asalto, que después de un sitio de tres meses, había de darse al rayar el alba del siguiente día. Dirigía y animaba a todos un caballero, que, seguido de otros varios, visitaba al trote de un caballo bayo los diversos cuarteles, sin armas de ningún género, vistiendo tan sólo un balandrán azul con pieles de marta, y un bonetillo de lo mismo, en la cabeza. Era Alejandro Farnesio, Duque de Parma y de Plasencia, Gobernador general de los Países-Bajos en nombre de Su Majestad Católica el rey D. Felipe II, el Prudente.
Destacábanse en el fondo los negros muros de Mastricht, la triste ciudad afligida entonces por el triple azote de la guerra, el hambre y la herejía. La soldadesca hereje había saqueado los templos católicos, destrozado las imágenes, y puesto algunas de ellas en las baterías y murallas a donde era más de temer la arcabucería y artillería de los españoles. Una de gran tamaño y hermosura que representaba a la Virgen María sosteniendo en brazos a su divino Hijo, habíanla descolgado sobre la batería más próxima a las trincheras católicas; y revestidos los soldados con los ornamentos sacerdotales, parodiaban en torno las ceremonias del culto, llevando su atrevimiento hasta pasearse por el mismo revellín del foso, adornados con tan sagrados atavíos. Sacrílega provocación, que despertó en el campo católico esa santa ira, madre siempre de grandes acciones; esa santa ira, que no comprende la cobarde indiferencia de nuestra época, y llama por eso intolerancia y fanatismo; esa santa ira, que el mismo espíritu de verdad aconseja y justifica en aquellas palabras: Irascimini, et nolite peccare. Airaos y no queráis pecar.
Había sonado ya el toque de cajas, que indicaba a los soldados católicos la hora de retirarse a sus respectivos cuarteles: al oscurecer entraban en sus barracas a un segundo toque, y ya no era permitido transitar por el campamento, sin dar a los centinelas el santo y seña del día.
Tenía lugar en este intervalo, en uno de los cuarteles en que los famosos tercios españoles se acampaban, un espectáculo ordinario entonces, extraño hoy, que hubiera hecho sonreír a más de un soldado bisoño de nuestros días de motines y pronunciamientos. En una especie de plaza que dejaban libre las hileras de tiendas, hallábase una apiñada multitud de soldados, sentados unos, de pie otros, formando un gran corro. Veíase en medio a un hombre de pequeña estatura y débil aspecto, subido sobre un tambor, que sostenía una tabla: vestía la sotana de la Compañía de Jesús, y, enarbolando un crucifijo, predicaba a los temibles tercios la palabra divina, preparándolos a morir para enseñarles a vencer.
Y aquella turba de hombres aguerridos, feroces muchos, procaces no pocos, émulos de los macabeos, en el valor todos, en la virtud rarísimos, escuchaban con la cabeza baja aquellas tremendas verdades, mientras más de una lágrima surcaba atezadas mejillas, y se escondía en bigotes grises, y más de una manopla de hierro golpeaba un coselete de acero, bajo del cual se ocultaba un corazón contrito. Porque el rasgo característico de aquella época, tan ensalzada de unos, tan calumniada de otros, lo que la aleja de la nuestra tanto cuanto se ha nublado su gloria y se ha disminuido su poder, era que la fe vivía en todos los pechos; era que el respeto al sacerdocio daba una fuerza irresistible a la corrección cristiana; era que una moral acomodaticia no había tergiversado los nombres de lo bueno y lo malo. Por eso los muchos que obraban mal, sabían que mal obraban, y temían la censura pública; y esta convicción y este temor dejaban abierta la puerta a la vergüenza, que engendra al purificarse la humildad de espíritu, y al arrepentimiento, que pide y alcanza el perdón y asegura la enmienda.
Muchos soldados y oficiales se apartaban del corro, y se alejaban lentamente, dirigiéndose a varias barracas, que se distinguían de las otras en una cruz que las coronaba: iban a confesarse con los misioneros de la Compañía de Jesús, llamados por el Duque de Parma al real, y que con aquel fin se hallaban allí prevenidos.
Un caballero joven y de gentil presencia volvía de dar la guardia en uno de los dos puentes de barcas, que mantenían la comunicación entre el ejército de uno y otro lado del río. Traía el vistoso uniforme rojo y amarillo de la infantería de los tercios, y la falta de coselete revelaba su graduación de alférez. Joven, petulante y de costumbres demasiado alegres, había sufrido varias amonestaciones de los misioneros Jesuitas, que habían irritado su ánimo contra ellos: Detúvose, sin embargo, en un grupo de caballeros que, sentados en unos haces de forraje, escuchaban la palabra de Dios a dos pasos del que la predicaba.
Habíase ya puesto aquel sol que para muchos no volvería a lucir, y los muros de Mastricht iban tomando el aspecto de una enorme silueta negra, que se destacaba sobre las tintas pálidas y rojas del horizonte. Habían encendido los herejes dos hogueras sobre la muralla, una a un lado y otra a otro de la imagen de María colocada sobre el baluarte: distinguíase a su resplandor rojizo la sagrada imagen, vuelta la espalda hacia la ciudad apóstata, y presentando a los españoles su divino Hijo, como si les pidiese el amparo de la fe que él cimentó en el Calvario.
Volviose el jesuita hacia los muros, e indicó la imagen con el dedo.
-¿Quién no tiene ánimo para rescatarla? -dijo con sencillez. Hacedlo, y a sus pies daremos gracias por la toma de Mastricht.
Arrojó al oír esto al suelo sus manoplas el alférez que escuchaba, y exclamó con una arrogancia hija más bien de su antiguo despecho, que de la insolencia:
-Jamás pise yo tierra de Castilla, si ese Juan Fernández no tiene por más fácil escalar un baluarte que echar una absolución!...
Estas palabras llegaron a oídos del Jesuita: bajó entonces del tambor con el crucifijo en alto, y se dirigió al grupo de caballeros. Su ruin estatura parecía haberse agrandado: su humilde aspecto había desaparecido, dejando lugar a una imponente majestad, que tenía algo de sobrehumana.
-¿Conocéisme? -exclamó, agarrando por un brazo al arrogante alférez.
-¡Sí! -respondió éste entre turbado y sorprendido.
-¿Sabéis que soy Sacerdote?
-Sí...
-Pues ¡arrodillaos a mis pies, y besad esta mano, que absuelve y bendice en nombre de Cristo!...
Y al decir esto el llamado Juan Fernández, era su voz tan poderosa, era tan avasallador su acento, que subyugado el caballero descubrió lentamente la cabeza, hincó la rodilla en tierra, y besó la mano que el Jesuita le tendía.
Todos guardaban silencio: el caballero se había vuelto a levantar. Arrojose entonces a sus pies el P. Juan Fernández, y hundió la frente en el polvo.
-¡Satisfecho heis al ministro de Dios, señor caballero! -decía. El hombre... el ruin, el villano Juan Fernández, no es digno de besar el polvo de vuestras huellas... Pisadle, señor Alvar de Mirabal; pisadle, que tan sólo pisaréis envoltura de miserias!...
El caballero rompió a sollozar. El toque de cajas dio en aquel momento la segunda señal, y el corro se deshizo lentamente, entrando los soldados en sus barracas.
Dos horas después reinaba en el campamento un profundo silencio, interrumpido tan sólo por los gritos de alerta de los centinelas. Un hombre, envuelto en un largo ferreruelo negro, salió entonces de la tienda del P. Juan Fernández: era el alférez Alvar de Mirabal, que después de confesarse con el Jesuita, había jurado a sus pies morir en el asalto, o rescatar la imagen de María que los herejes profanaban.

II
Madrugó más la artillería enemiga que la de los católicos, y apenas rayaba el alba, un cañonazo disparado desde la puerta de San Pedro hirió malamente a cinco soldados que se hallaban en las trincheras, y echó por tierra sin vida al sargento Tello Paez: penetrole la metralla por entre la falda del morrión y la rodela, y le vino a salir por el ojo izquierdo. Fue la primera víctima que cayó aquel día, en que tantas otras habían de seguirle.
Tocose entonces al arma en los reales del Duque, y la gente acudió a sus puestos en el orden que ya tenía designado. Habíanse construido, siguiendo la misma línea de las trincheras, seis fuertes bastiones a la misma altura de las defensas, y repartido en ellos cuarenta y ocho cañones gruesos de batir, que habían de abrir brecha en la cortina de la muralla que unía la puerta de San Antón con la de San Pedro. Una mina arrancaba de las mismas trincheras hasta el revellín del foso, y pasando por debajo de éste escondía un enorme depósito de pólvora en los mismos cimientos de la puerta de San Servasio. Esta mina debía de volar cuando las baterías hubiesen cuarteado el lienzo de muralla que batían, para dividir así la atención de los sitiados entre ambas brechas: su detonación sería también la señal para atacar, por las puertas de San Antón y de San Pedro, tres banderas walonas y cuatro de tercios españoles, y por la de San Servasio la infantería tudesca y la de herreruelos, con cuatro banderas de los tercios. El resto de banderas había de esperar de refresco la fatiga de los sitiados, para atacar a una segunda señal la parte llamada del Burgo, que por ser más baja y tener secos los fosos, podía más fácilmente asaltarse con escalas.
En esta parte era donde habían descolgado los herejes la imagen de María, colocándola sobre el estrecho reborde que por debajo de las troneras guarnecía la batería, a no escasa altura de las trincheras católicas. En ellas estaba el alférez Alvar de Mirabal, silencioso, quieto, un poco pálido, esperando con disimulada impaciencia la señal del asalto. Había dejado su rodela y desceñídose la espada, y llevaba tan sólo dos pistolas al cinto y en la mano una de aquellas largas picas flamencas, llamadas salta-fosos (spring stock), que tenían en el regatón una gran pieza de madera que les impedía hundirse demasiado en el cieno, cuando las usaban los naturales, al mismo tiempo que para combatir, para saltar atrevidamente fosos y pantanos.
Tardose largo tiempo en batir la muralla, porque los sitiados acudían con gran presteza para hacer reparos, dirigidos por un ingeniero francés, Sebastián Tapín, y por el traidor español Manzano, desertor de los tercios, que había de pagar más tarde su alevosía, muriendo en la carrera de baquetas a que le sentenció el de Parma, cuando Alonso de Solís le hizo su prisionero.
Hallábase Alejandro Farnesio en una pequeña eminencia de lo interior del campamento, sobre un caballo frisón, que caracoleaba impaciente, presagiando la batalla: vestía unas armas doradas con banda roja, y rodeábanle D. Pedro de Toledo, Carlos de Manzfelt, Lope de Figueroa, y varios maestres de campo, que trasmitían y ejecutaban sus órdenes. Resonaban los cañones de las baterías, roncos cual los truenos que preceden a una tormenta: a eso del mediodía se divisó, entre el humo de la pólvora, cuarteada la muralla, viose claramente bambolearse un torreón e inclinarse del lado del foso. Alejandro hizo una señal, y cien cajas y cien clarines hicieron resonar a un tiempo, las unas su redoble, los otros su voz metálica. Reinó entonces un silencio solemne: enmudecieron los cañones, las espadas se inclinaron, las picas vinieron a tierra, la bandera que cobijaba dos mundos besó humilde el polvo, y aquellos hombres cubiertos de hierro, menos fuerte que el temple de sus almas, aquellos tigres feroces, que esperaban ansiosos lanzarse sobre la presa, hincaron la rodilla por espacio de varios minutos, para implorar el auxilio del Dios de las batallas: que tal era la costumbre, dice D. Bernardino de Mendoza, guardada siempre por los cristianos, y sobre todo por los españoles, antes de comenzar la pelea.
Alejandro hizo otra señal, y una descarga horrible y una detonación espantosa sonaron juntamente, al mismo tiempo que el lienzo de muralla y la puerta de San Servasio desaparecían a la vez, con la misma rapidez con que se muda la decoración en una comedia de magia. La mina había volado y el asalto comenzaba.
Viose entonces, antes que nada, a un hombre que pareció cruzar los aires desde las trincheras católicas a la batería del Burgo: viosele vacilar un momento en el borde del repecho que sostenía la imagen de la Virgen; afirmarse por una vigorosa sacudida, y dejar caer el salta-fosos de que se había servido para dar aquel prodigioso salto. Encontrose entonces solo, desarmado, sin más apoyo que una estrecha cornisa, teniendo bajo los pies una altura considerable, y sobre la cabeza un gran número de enemigos que, repuestos de su primera sorpresa, disparaban sobre él sus arcabuces. El guerrero no vaciló: agarrose a la imagen, que era grande y de peso; dejose caer con ella desde lo alto de la batería, y rodando sin soltarla, llegó a las trincheras del campamento. Púsose entonces de pie, chorreando sangre de varias heridas, y embrazando una adarga y blandiendo una partesana que allí encontró abandonadas, se unió gritando -¡Santiago!... ¡Virgen María!- a los tercios, que cual terrible avalancha se lanzaban en aquel momento sobre los muros de Mastricht.
Era el alférez Alvar de Mirabal, que había cumplido su juramento.

III
Peleaban mientras tanto sitiados y sitiadores en ambas brechas, con igual coraje y encarnizamiento. Había detenido en la de la muralla el terrible ímpetu de los walones que iban en la vanguardia, un reparo fortísimo de cadenas y puntas de vigas, levantado como por ensalmo, y un contrafoso lleno de clavos y pedazos de hierro: ganáronlos al fin con gran carnicería de ambas partes, ayudados por las cuatro banderas de los tercios que detrás atacaron, y peleose entonces pica a pica sobre el mismo adarve de la muralla. En la brecha de San Servasio se había trabado una atroz pelea: acudían los defensores con gran presteza a hacer reparos, ayudados de tres mil mujeres, que, repartidas en tres compañías, traían tierra y maderas, y arrojaban sobre los tudescos y herreruelos, fuegos artificiales, piedras y agua hirviendo. Estos por su parte rellenaron el foso con fajina, tierra y cascotes que habían caído de la ruina de la puerta, y se abrieron un camino para acometer. Morían por ambas partes, y ninguna cejaba, aumentando los montones de cadáveres atravesados en la brecha, para los católicos la dificultad de la entrada, para los herejes la facilidad de la defensa.
El de Parma mandó entonces atacar al resto del ejército por la puerta del Burgo: arremetieron furiosamente mil y quinientos de la vanguardia, y llegaron a salvar el foso sin que los sitiados disparasen un solo tiro. Ya los católicos arrimaban las escalas, trepaban muchos a la muralla, y un capitán de herreruelos llegó a clavar en ella un estandarte azul, con una imagen de Cristo, en todo semejante al que envió Pío V a D. Juan de Austria cuando la batalla de Lepanto. Al mismo tiempo vinieron a animar a los que en las dos brechas peleaban, los gritos de ¡victoria! ¡Santiago! ¡ganada es la puerta del Burgo!...
Sonó entonces una detonación horrible, más fuerte que el estampido de cien truenos, y viéronse volar por los aires hombres, piedras, armas, escalas, tierra, miembros humanos, todo en confuso remolino, y caer luego pesadamente en los fosos, entre una nube de polvo y humo que prestaba a tan terrible espectáculo todo el horror de las tinieblas. Los herejes habían volado una mina abierta sigilosamente por debajo de la puerta del Burgo, sin otra ayuda que la de las tres compañías de mujeres, y destruido así aquella lucida vanguardia que encerraba la flor del ejercito: allí murió Fabio Farnesio, primo del de Parma; el conde de San Jorge, el marqués de Malaspina, el conde de Mondoglio, con otros cuarenta y cinco capitanes de cuenta, y más de dos mil soldados de todas las naciones.
La victoria se había hecho imposible, y Alejandro Farnesio mandó por aquel día retirar el asalto.
Aquella misma tarde visitaba Alejandro los cuarteles, animando a los soldados, consolando a los heridos, y repartiendo entre ellos cuantiosos socorros, con aquella liberalidad y gracia que parecía haber heredado de su antecesor, tío y amigo queridísimo, el Sr. D. Juan de Austria. En un ángulo del cuartel de los tercios españoles, habían colocado los soldados la imagen de María rescatada por Mirabal, sobre una cureña cubierta con una bandera ganada aquel mismo día a los herejes. Alejandro preguntó lo que aquello significaba, y refiriéronle entonces la hazaña del alférez, que allí se hallaba presente, y la escena que con el P. Juan Fernández había tenido lugar la víspera.
-Traed acá esa jineta -dijo el Duque a un paje que caminaba tras un caballero, llevando una lanza corta, cuyo hierro dorado salía de una borla de seda, y era en aquel tiempo insignia de los capitanes de la infantería española. Y entregándola él mismo al alférez, añadió:
-Tomadla vos allá, señor Alvar de Mirabal; que bien merece el mando de una bandera, quien tales empresas acomete.
Preguntó entonces Alejandro por el P. Juan Fernández; mas éste no parecía. Todos le habían visto durante el asalto acudir a los sitios de más peligro, en compañía de los otros misioneros, para retirar a los heridos y auxiliar a los moribundos: viéronle más tarde en la gran tienda levantada en el centro del campamento para socorro de los heridos, ocupado en las mismas tareas: después nadie le había visto. Tan sólo un soldado viejo dijo que media hora antes le había interrogado el jesuita minuciosamente, acerca de la posición del foso de la puerta del Burgo, en donde habían quedado abandonados tantos heridos, sin auxilio de ningún género: luego, le vio entrar en su tienda lanzando exclamaciones de dolor y de lástima.
-¡Vedle! ¡vedle!... ¡allá va! -gritaron entonces varias voces.
Y los que estaban en lugar más elevado pudieron ver al P. Juan Fernández, que traspasando las trincheras del campamento, se dirigía solo, sin prisa, sin temor, sin más arma que un crucifijo pendiente del cuello, hacia el foso de la puerta del Burgo. Los herejes le vieron venir desde el muro, y dispararon contra él un falconete. Mas el jesuita siguió adelantando impávido, sin apresurar el paso y sin retenerlo tampoco. Los herejes lanzaban gritos de furor, y los católicos le veían marchar reteniendo hasta el aliento, porque adivinaban su heroico designio. Al llegar al foso sonó una descarga de mosquetería, y el jesuita cayó exánime al borde y rodó después al fondo, quedando inmóvil sobre un montón de muertos.
Las sombras de la noche extendieron poco a poco sus tinieblas sobre aquel campo de desolación, y entonces pudo verse que no había desamparado el ruin cuerpo del Jesuita el alma heroica que lo animaba: levantó con precaución la cabeza de la almohada de muertos en que se apoyaba, y escuchó ávidamente si se oía en el revellín del foso algún rumor de herejes. Nada se escuchaba: sentose entonces con presteza y estiró sus miembros entumecidos por aquella hora larga de inmovilidad absoluta, en que se había fingido muerto para escapar del fuego de los herejes. Comenzó entonces a remover a tientas aquellos fríos cadáveres, diciendo en voz queda:
-Hermano, ¿vivís?... Soy el P. Juan Fernández, que viene a confesaros, para que salvéis vuestra alma...
A veces nadie respondía; a veces un quejido revelaba la presencia de un cuerpo, que sufría aún los rigores de la vida; de un alma a quien todavía era tiempo de enviar al cielo. Entonces se arrastraba el jesuita en aquella dirección, y repetía su temerosa pregunta: un segundo quejido contestaba, y al punto removía en la oscuridad los cadáveres que oprimían al herido, colocaba su oído junto aquellos labios moribundos, oía sus pecados, y dándole la absolución, le abría las puertas del cielo.
Así recorrió de un cabo a otro cabo toda aquella parte del foso, confesando a cuarenta y dos moribundos. Acabada aquella tarea, a la vez sublime y espantosa, trepó con gran trabajo al borde del foso antes de que clarease el alba, y ensangrentado, cubierto de lodo, exánime, sin fuerzas para sostener el crucifijo que llevaba, volvió a los reales.
Las avanzadas de las trincheras le recibieron con gritos de alegría y entusiasmo, que llegaron a oídos del Duque de Parma, que en aquel momento montaba a caballo para dirigir la mudanza de las baterías que habían de proteger el segundo asalto. Dirigiose en persona a recibir al P. Juan Fernández, y se apeó de su hacanea blanca, al divisarlo entre un grupo de oficiales y soldados que le conducían victoreándole. Tomó Alejandro Farnesio con su mano cansada de pelear aquella otra mano cansada de bendecir, y la llevó respetuosamente a sus labios: condújole luego hasta su propia hacanea, y le dijo:
-Subid, P. Juan Fernández, y encaminaos a mi tienda, que allí encontraréis apercibimiento.
Y volviéndose al nuevo capitán Mirabal, que entre otros muchos allí había acudido, añadió:
-Tenedle vos el estribo, Alvar de Mirabal, y confesad que esta vez fue mayor hazaña echar una absolución, que escalar un baluarte.

R.P. Coloma S.J.

miércoles, 13 de mayo de 2009

La alta venta de la Masoneria Italiana (I)

"Corromper para destruir a la Iglesia"

LA ALTA VENTA DE LA MASONERÍA ITALIANA.

En 1825 una Comisión especial nombrada por S.S. León XII y presidida por Mons. Tomás Bernetti, gobernador de Roma, condenó a muerte, por varios asesinatos cometidos a traición, a dos carbonarios: Angel Targhini y Leónidas Montanari.
Sin embargo, se les comunico que en atención al Jubileo que se es­taba celebrando, esa pena se les conmutaría si pedían perdón y se reconciliaban con la Iglesia y con el Cielo.
Camino del cadalso, varios sacerdotes amonestan con suavidad a los sentenciados, que permanecen obstinados.
Ya ante el verdugo, mientras un gentío inmenso reza arrodillado, Targhini grita: “Pueblo, muero inocente, franc-masón, carbonario e impenitente". Y es decapitado.
Montanari tomó entre sus manos la cabeza de su compañero ajusticiado y les dijo a los sacerdotes que lo exhorataban; "Esto..., es una cabeza de una adormidera que acaba de ser cortada".
Los diarios de Francia y de Inglaterra aprovecharon la ocasión pa­ra acusar a la Santa Sede de crueldad y de "represión" y para glori­ficar como mártires a los vulgares asesinos.
Mientras tanto, el jefe de la Alta Venta le escribe a uno de sus cómplices, Vindice, la siguiente carta, con su seudónimo de Nubius;
"He asistido con la ciudad entera a la ejecución de Targhini y de Montanari; pero los prefiero muertos que vivos. El complot que loca­mente había preparado con el fin de inspirar el terror no podía tener éxito, y pudo habernos comprometido; pero su muerte rescata estos pecadillos. Han caído con valor, y éste espectáculo fructificará. Gritar a voz en cuello, en la plaza del Pueblo en Roma, en la ciudad ma­dre del Catolicismo, en la cara del verdugo que os coge y del pueblo que os mira, que se muere inocente, franc-masón e impenitente, es al­go admirable; tanto más admirable cuanto que es la primera vez que semejante cosa ocurre. Montanari y Targhini son dignos de nuestro martirologio, puesto que no se dignaron aceptar ni el perdón ni la reconciliación con el Cielo. Hasta este día, los condenados, puestos en ca­pilla, lloraban de arrepentimiento, a fin de tocar el alma del Vicario de las misericordias. Y estos no han querido saber nada de las felicidades celestes, y su muerte de réprobos ha producido un magnífico efecto en las masas. Esto es una primera proclamación de las Sociedades Secretas y una toma de posesión de las almas.
"Así es que tenemos mártires. Para burlarme de la policía de Bernetti, he hecho depositar flores, y muchas flores, sobre la fosa en que el verdugo enterré los restos. Hemos adoptado las disposiciones convenientes. Temimos comprometer a nuestros criados con el desempeño de esa tarea; pero dimos aquí con unos ingleses y unas jóvenes se­ñoritas románticamente antipapistas, y a ellos les encargamos la pia­dosa romería. La idea me ha parecido tan feliz como a éstas rubias jovencitas. Esas flores, arrojadas durante la noche sobre los dos ca­dáveres proscritos, harán germinar el entusiasmo de la Europa revolucionaria. Los muertos tendrán su Panteón; luego, yo iré durante el día a llevarle a Monsignor Piatti mi cumplimiento de condolencia. Es­te pobre hombre ha perdido sus dos almas de carbonarios. En confesar­los puso toda su tenacidad de sacerdote, y fue vencido. Yo me debo a mí mismo, a mi nombre, a mi posición, y sobre todo a nuestro porvenir, el deplorar, con todos los corazones católicos, este escándalo nunca dado en Roma. Tan elocuente lo deploraré, que espero enternecer al propio Piatti. A propósito de flores, hemos hecho por uno de nuestros más Inocentes afiliados de la Franc-Masonería , al poeta fran­cés Casimiro Delavigne, una Messénienne sobre Targhini y Montanari. El poeta, a quien a menudo veo en el mundo de las artes y de los salones, es un buen hombre. Pues bien, llorando ha prometido un homenaje a los mártires y fulminar un anatema contra los verdugos. Los verdugos serán el Papa y los sacerdotes. Lo cuál será siempre una pura ganancia. Los corresponsales ingleses harán también un efecto admira­ble; y yo conozco aquí más de uno que ha hecho resonar la trompeta épica en honor de la cosa.

"Sin embargo, es una mala obra el hacer así héroes y mártires. Tan impresionable es la turba ante el cuchillo que corta la vida; tan rápidamente pasa esta misma muchedumbre de una emoción a otra; tan de golpe se entrega a admirar a los que con audacia afrontan el supremo instante, que ha partir de tal espectáculo, yo mismo me siento trastornado y presto a hacer lo que la multitud. Esta impresión, de la que no me puedo defender, y que tan rápidamente ha hecho perdonar a los dos ajusticiados su crimen y su impenitencia final, me ha conducido a reflexiones filosóficas, médicas y poco cristianas, que quizá habrá que utilizar algún día.
"Si un día triunfamos y si para eternizar nuestro triunfo hay necesidad de algunas gotas de sangre, no habrá que conceder a las víctimas designadas el derecho de morir con dignidad y firmeza.

Tales muertes no sirven sino para mantener el espíritu de oposición y para darle al pueblo mártires cuya sangre fría le gusta siempre ver. Lo cual es un mal ejemplo, del que nos aprovechamos ahora nosotros; pero creo conveniente hacer mis reservas para casos ulteriores. Si Targhi­ni y Montanari por un medio o por otro (¡tiene la química tantas maravillosas recetas!) hubiesen subido al cadalso abatidos, jadeantes y descorazonados, el pueblo habría tenido piedad de ellos. Pero fueron intrépidos, y el mismo pueblo guardará de ellos un precioso recuerdo. Ese día para él hará época. Aunque sea inocente, el hombre que se lleva al cadalso no es ya peligroso. Pero que suba a él con paso firme, que contemple la muerte con rostro impasible, y, aunque criminal, tendrá la simpatía de las multitudes.
" Yo no soy de natural cruel; espero no llegar nunca a tener glotonería sanguinaria; pero quien quiere el fin quiere los medios. Ahora .bien, yo digo que en un caso dado no debemos, no podemos, ni siquiera en bien de la humanidad, dejarnos enriquecer con mártires a pesar de nosotros. ¿Acaso creéis que frente a los cristianos primitivos, no ha­brían hecho mejor los Césares debilitando, atenuando, confiscando en provecho del Paganismo todas la heroicas comezones del Cielo, que no el dejar provocar la simpatía del pueblo por un hermoso final? ¿ No les hubiera valido más el medicamentar la fuerza del alma, embruteciendo el cuerpo? Una droga bien preparada, todavía mejor administrada, y que de­bilitara al paciente hasta la postración habría tenido, pienso yo, un efecto saludable. Si los Césares hubiesen empleado las locustas de su tiempo en este negocio, persuadido estoy de que nuestro Viejo Júpiter Olímpico y todos los diosecitos de segundo orden no sucumbieran tan mi­serablemente. Con toda seguridad que no hubiese sido tan bella la opor­tunidad del Cristianismo. Se hacía morir a sus apóstoles, a sus sacerdotes, a sus vírgenes, entre los dientes de los leones en el anfiteatro o en las plazas públicas, bajo la mirada de una muchedumbre atenta. Sus apóstoles, sus sacerdotes sus vírgenes, movidos por un sentimiento, de fe, de imitación, de proselitismo o de entusiasmo, morían sin palidecer y cantando himnos de victoria. Daba envidia morir así, y está probado que se daban tales caprichos. ¿No procreaban gladiadores los gla­diadores? Si aquellos pobres Césares hubiesen tenido el honor de formar parte de la Alta Venta, muy simplemente yo les habría pedido que hicie­ran tomar a los valientes de los neófitos una poción conforme a lo pre­visto, y no habría contado con nuevas conversiones porque ya no hubiera habido mártires.
En efecto, no hay émulos por copia o por atracción desde el momento en que se arrastre sobre el cadalso un cuerpo sin moví miento, una voluntad inerte y ojos que lloren sin enternecer. Muy pron­to se hicieron populares los Cristianos porque el pueblo ama al que lo conmueve. Pero si hubiera visto debilidad, miedo, bajo una envoltura temblorosa y sudando fiebre, se habría puesto a silbar, y el Cristianismo hubiera terminado en el tercer acto de la tragicomedia.

“Por un principio de humanidad política creo que debo proponer un medio parecido. Si se hubiese condenado a Targhini y Montanari a morir laxos; si se hubiese apoyado la sentencia con algún ingrediente de far­macia, a ésta hora Targhini y Montanari serían dos miserables asesinos que no osaran mirar la muerte de frente. El pueblo los hubiera visto con profundo desprecio, y los olvidaría. Y en lugar de esto admira, a -pesar suyo, ésta muerte en que el desgarro obró por mitad pero en la que hizo el resto el error del gobierno pontificio para nuestro provecho. Así es que yo querría que, en caso de urgencia estuviese bien deci­dido que nosotros no obráramos así. No os prestéis a volver gloriosa o santa la muerte en el patíbulo, orgullosa o feliz, y no tendréis gran necesidad de matar.
"La Revolución Francesa, que hizo tanto bien, en este punto se equivoco. Luis XVI, María Antonieta y la mayor parte de las matanzas de la época son sublimes por la resignación o la grandeza de alma. Eterno se­rá el recuerdo (y mi abuelita me hizo llorar más de una vez. contándomelo), el recuerdo será perpetuo de aquellas damas que desfilan ante la Princesa Isabel al pie de la guillotina y que le hacen una profunda re­verencia como en los salones de la Corte de Versalles; no es esto lo que necesitamos. En un caso dado, arreglémonos de modo que un Papa y dos o tres Cardenales mueran como viejecillas, con todas las angustias de la agonía y en los terrores de la muerte, y así paralizáis los entusiasmos de la imitación. Así economizáis cuerpos, pero matáis el espíritu.
"Es la moral lo que nos importa dañar; es por lo tanto el corazón lo que debemos herir. Sé todo cuanto se puede objetar contra semejante pro­yecto; pero, considerándolo bien todo, las ventajas exceden a los inconvenientes. Si nos es fielmente guardado el secreto, en su oportunidad veréis la utilidad de éste nuevo género de medicamento. Una piedrecilla, mal puesta en la vejiga, basto para rendir a Cromweil. ¿Qué cosa sería necesaria para enervar al hombre más robusto y que apareciera sin energía, sin voluntad y sin aliento en manos de los ejecutores? Si no tiene fuerzas para coger la palma del martirio, no habrá aureola para él, y consiguientemente tampoco habrá admiradores ni neófitos. Abreviemos con los unos y con los otros, y será un gran pensamiento de humani­dad revolucionaria el que nos habrá inspirado tal precaución. La recomiendo vivamente". Hasta aquí el jefe de la Alta Venta.
La Alta Venta se proponía destruir a la Iglesia Romana mediante la corrupción del clero, con la esperanza de infiltrarla en el propio Colegio Cardenalicio para llegar un día a ponerle fin al Papado.
El Carbonarismo, en cambio, usaba como principal instrumento el terror. Quería reinar mediante el asesinato.
La Alta Venta no se asignaba sino un objeto con mil recursos para obtenerlo. El Carbonarismo y las Sociedades masónicas que de él dependían marchaban al asalto de la Iglesia Católica, pero desarrollaban su acción en todas partes y en todos los sentidos, y desde luego contra el poder civil que no les estuviera sujeto.
En 1821, el Carbonarismo está en la infancia del arte; la Alta Venta se oculta en los abismos de una insondable hipocresía. Todo es tinieblas alrededor de la Sede Apostólica. Sin embargo, de deducción en deducción, su presciencia llega a descubrir el misterio de tantas conjuraciones ocultas. Y Pío VII señala al enemigo en su Bula Ecclesiam a Jesu Christo:
" La Iglesia que Jesucristo, nuestro Salvador, ha fundado sobre la -piedra firme, y contra la cual, según sus promesas, jamás prevalecerán las puertas del infierno, ha sido tan a menudo atacada, y por enemigos tan terribles, que sin esta divina e inmutable promesa, se habría podi­do creer que sucumbiría eternamente, estrechada ora por la fuerza, ora por los artificios de sus perseguidores. Lo que ocurrió en tiempos ya remotos se renueva todavía, y sobre todo en la deplorable época en la­ que vivimos, época que en éstos últimos tiempos parece estar anunciada muchas veces por los Apóstoles, en la que vendrían impostores marchando de impiedad en impiedad, conforme a sus deseos. Nadie ignora cuan enor­me es el número de hombres culpables que se han ligado en estos tiempos tan difíciles contra el Señor y contra su Cristo, y que han puesto en obra cuanto puede engañar a los fieles por las sutilezas de una falsa y vana filosofía, y para arrancarlos del seno de la Iglesia, con la lo­ca esperanza de arruinar y derribar a esta misma iglesia. Para alcanzar más fácilmente este objeto, los más de ellos han formado sociedades ocultas, sectas clandestinas, confiando, por este medio, en asociar más libremente a un mayor número a sus complots y a sus perversos designios.
Hace ya mucho tiempo que esta Santa Sede, habiendo descubierto esas Sectas, se irguió contra ellas con energía y ánimo, y dio a entender los tenebrosos designios que ellas formaban contra la Religión y contra la sociedad civil. Hace ya mucho tiempo que excito la atención general sobre este punto, provocando la vigilancia para que éstas sec­tas no pudiesen intentar la ejecución de los culpables proyectos. Pero hay que gemir porque el Celo de la Santa Sede no ha logrado los efectos que esperaba y porque esos hombres perversos no han desistido de­ sus propósitos, de lo cual han resultado finalmente todas las desgracias que hemos visto. Además, esos hombres, cuyo orgullo se hincha sin cesar, han osado crear nuevas sectas secretas.
Dentro de ese número es menester indicar aquí una sociedad recientemente formada, que se ha propagado ampliamente en toda Italia y en otros países, y que, aunque divida en muchas ramas, y con diversos nombres según las circunstancias, es sin embargo realmente una sola, tanto por la comunidad de pareceres y de puntos de vista como por su constitución. Lo más a menudo es designada con el nombre de Sociedad de los Carbonarios. Afectan un singular respeto y un celo en todo maravi­lloso por la Religión Católica, así como por la doctrina y la persona de nuestro Salvador Jesucristo: tanto que aun tienen la culpable auda­cia de nombrarlo gran Maestre y Jefe de su Sociedad. Pero estos discur­sos, que parecen más dulces que el aceite, no son otra cosa que dardos de los que se sirven esos hombres pérfidos para herir más seguramente a los que no están en guardia. Vienen a vosotros como si fueran corderos, pero en el fondo no son sino lobos rapaces.

" Es indudable que el juramento tan severo por el cual, a ejemplo los antiguos priscilianistas, juran que en ningún tiempo ni en ninguna circunstancia, revelarán absolutamente nada que pueda concernir a la Sociedad a personas que no hayan sido admitidas en ella, y que jamás hablarán con los de los últimos grados superiores; además, las reunio­nes clandestinas e ilegítimas que tienen a semejanza de muchos herejes, y la admisión de gentes de todas las religiones y de todas las sectas en su Sociedad, muestran suficientemente, aun cuando no hubiera otros indicios de ello, que no hay que tener ninguna confianza en sus discursos.
" Pero no hay necesidad ni de conjeturas ni de pruebas para pronun­ciar sobre sus discursos el juicio que estamos enunciado. Sus libros impresos, en los cuales se halla lo que se observa en sus reuniones y sobre todo en las de los grados superiores; sus catecismos, sus estatutos, otros documentos auténticos y muy dignos de fe, y los testimonios de los que, después de haber abandonado esa Sociedad, han revela­do sus engaños y sus errores a los magistrados; todo prueba que los Carbonarios tienen principalmente por objeto el propagar la indiferen­cia en materia de religión, el más peligroso de todos los sistemas; el dar a cada uno la libertad absoluta de formarse una religión según sus inclinaciones y sus ideas; el profanar y manchar la Pasión del Salvador mediante algunas de sus culpables ceremonias; el despreciar los Sacramentos de la Iglesia (tratando de substituirlos por algunos inventados por ellos), y aun los misterios de la Religión Católica; y, en fin, el derribar a esta Sede Apostólica, contra la cual, animados por un odio muy especial, traman los complots más negros y los más de­testables,

" Los preceptos de Moral que da la Sociedad de los Carbonarios no son menos culpables, como lo prueban esos mismos documentos, aunque se vana­glorie en voz alta de exigir a sus seguidores que amen y practiquen la -caridad y las demás virtudes y se abstengan de todo vicio. Y así, favorece ella abiertamente los placeres de los sentidos; así, enseña que es lícito matar a quienes revelen el secreto del que arriba hemos hablado, y aunque Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, les recomienda a los cristianos someterse, por Dios, a toda criatura humana que El haya consti­tuido por encima de ellos, ora al Rey por ser primero en el Estado, ora a los magistrados por ser los enviados del Rey, etc.; y aunque el Apóstol Pablo ordena que todo hombre esté sometido a los poderes más elevados, sin embargo, esta Sociedad enseña que es lícito excitar las revueltas para despojar de su poder a, los Reyes y a todos los que gobiernan a quienes da ella el nombre injurioso de tiranos.
" Tales son los dogmas y los preceptos de ésta Sociedad, lo mismo que de otras que se le conforman. De aquí los atentados cometidos últimamen­te en Italia por los Carbonarios, atentados que han afligido tanto a los hombres honestos y piadosos. Así es que Nos, que estamos constituido guardián de la Casa de Israel, que es la Santa Iglesia; Nos, que por nuestro cargo pastoral, debemos velar porque el rebaño del Señor, que nos ha sido divinamente confiado, no sufra daño alguno, pensamos que en un asunto tan grave, nos es imposible abstenernos de reprimir los esfuerzos sacrílegos de la dicha Sociedad; Nos estamos moviendo también por el ejemplo de nuestros predecesores de feliz memoria. Clemente XII y Benedicto XIV, de los cuales, el uno, mediante su constitución In eminenti, del 28 de abril de 1738, y el otro, por su constitución Providas, del 18 de mayo de 1751, condenaron y prohibieron la .Sociedad dei liberi muratori o de los franc-masones, o bien las Sociedades designadas por los nombres, según la diferencia de lenguas y de países: sociedades que qui­zá han sido el origen de la de los Carbonarios, ó que ciertamente le han servido de modelo; y, aunque Nos hayamos ya expresamente prohibido ésta sociedad por dos Edictos Salidos de nuestra Secretaría de Estado, Nos pensamos, a ejemplo de nuestros predecesores, que deben ser solemnemente decretadas penas severas contra la dicha Sociedad, sobre todo porque los Carbonarios pretenden que ellos no puedan estar comprendidos en las dos constituciones de Clemente XII y de Benedicto XIV, ni estar sometidos a las penas que allí se infligen.
" En consecuencia, después de haber oído a una Congregación escogida entre nuestros venerables hermanos los Cardenales, y con el parecer de ­esa Congregación, así como por nuestra propia decisión, y tras de un co­nocimiento cierto de las cosas y de una madura deliberación, y en virtud de la plenitud del poder apostólico. Nos resolvemos y decretamos que la susodicha Sociedad de los Carbonarios, o de cualquier otro nombre con que sea llamada, debe ser condenada y prohibida, así como sus reuniones, afiliaciones y conventículos, y Nos la condenamos y prohibimos por nuestra presente constitución, que debe permanecer siempre en vigor.
" Por lo cual recomendamos rigurosamente y en virtud de la obediencia debida a la Santa Sede, a todos los cristianos en general, y a cada uno en particular, cualesquiera que sea su estado, su grado, su condición, su orden, su dignidad y su preeminencia, tanto a los laicos como a los eclesiásticos, seglares y regulares; Nos les recomendamos el abstenerse de asistir, bajo ningún pretexto, a la Sociedad de los Carbonarios, ni-propagarla, favorecerla, aceptarla u ocultarla en la propia casa o en alguna otra parte, el afiliarse a ella, el tomar allí algún grado, el proporcionarle el poder y los medios de reunirse en alguna parte, el darle avisos y socorros, el favorecerla abiertamente o en secreto, directa­mente o indirectamente, por sí mismo o por medio de otros, o de cualquier manera que sea, o insinuar, aconsejar o persuadir a los demás que se hagan aceptar en esa Sociedad, el ayudarla y favorecerla; en fin, les recomendamos el abstenerse enteramente de cuanto pueda concernir a la dicha Sociedad, a sus reuniones, afiliaciones y conventículos, bajo pena de excomunión en la que incurrirán todos los que contravengan la presen­te constitución y por la que nadie podrá recibir la absolución si no es de Nos o del Pontífice romano que a la sazón exista, a no ser que esté en artículo de muerte".
En contestación a esta Bula, Roma fue acusada por el liberalismo de entorpecer el Progreso.
La Alta Venta, que utiliza el Carbonarismo y a las otras Sectas masó­nicas, aun para éstas organizaciones es un misterio. Su reclutamiento es limitadísimo: no pasa de tener arriba de 40 miembros. Su acción se limi­ta a sembrar la corrupción, sobre todo en el seno del clero. Se escoge, por lo tanto, de entre lo más selecto de todos los Grandes Orientes, a los más astutos e hipócritas. Son principalmente abogados y médicos que conocen los secretos de las principales familias. No se les conoce en la Alta Venta sino por sus nombres de guerra. Su ultima finalidad es destruir el Trono apostólico.
En 1822 tiene ya gran poder la Alta Venta y permanece desconocida pa­ra el poder público, que no tiene noticia sino de la Franc-Masonería en general.
Es notable la siguiente carta que el 18 de enero de 1822 escribe un judío de la Alta Venta con el seudónimo de Piccolo-Tigre:
" En la imposibilidad en que están todavía nuestros hermanos y amigos de decir la última palabra, se ha juzgado conveniente y útil propagar por todas partes la luz y dar el impulso a cuantos aspiren a moverse. Con este objeto no cesamos de recomendaros en afiliar en toda clase de congre­gaciones, tales cuales, con tal que el misterio domine en esto, a toda suerte de gentes. Italia está cubierta de Cofradías religiosas y de Peni­tentes de diversos colores. No temáis introducir a algunos de los nuestros en medio de esos rebaños guiados por una devoción estúpida; que es­tudien con cuidado el personal de estas Cofradías y verán que poco a po­co no faltarán cosechas que hacer. Bajo el pretexto más fútil, pero ja­más político ni religioso, cread vosotros mismos, o, más bien, haced crear por otros asociaciones que tengan por objeto el comercio, la industria, la música, las bellas artes. Reunid en un lugar o en otro, en las sacristías mismas o en las capillas, vuestras tribus todavía ignorantes; ponedlas bajo el cayado de un sacerdote virtuoso, bien visto, pero crédulo y fácil de ser engañado; infiltrad el veneno en los corazones escogidos, infiltradlo a pequeñas dosis y como al azar; luego, mirándolo bien, os asombraréis vosotros mismos de vuestro éxito.
" Lo esencial es aislar al hombre de su familia, hacerle perder sus costumbres. Muy dispuesto estará, por la inclinación de su carácter, a huir de las preocupaciones del hogar, a correr tras de fáciles placeres y gozos prohibidos. El ama las largas charlas de café, la ociosidad de los espectáculos. Atraedlo, sonsacadlo, dadle una cierta importancia; inclinadlo discretamente a disgustarse de sus trabajos diarios, y mediante este manejo, después de haberlo separado de su mujer y de sus hijos, y de haberle mostrado cuan penosos son todos los deberes, inculcadle el deseo de otro género de vida. El hombre nace rebelde; atizad este deseo de rebelión hasta el incendio, pero de modo que no estalle el incendio. Esta es una preparación para la gran obra que debéis comenzar. Cuando hayáis insinuado en algunas almas el disgus­to por la familia y la religión (lo uno va casi siempre en seguimiento de lo otro), dejad caer ciertas palabras que provocarán el deseo de afiliarse a la Logia más cercana. Esta vanidad del citadino o del burgués de ingresar a la Franc-Masonería tiene algo de tan co­mún y tan universal, que no dejo de admirarme de la estupidez humana. Me asombro de no ver al mundo entero llamar a la puerta de todos los Venerables para pedirles a éstos señores el honor de ser uno de­ los obreros escogidos para la reconstrucción del Templo de Salomón. .El prestigio de lo desconocido ejerce sobre los hombres tal poder, que con temor se preparan a las fantasmagóricas pruebas de la iniciación y del banquete fraterno.
" Verse miembro de una Logia, sentirse, lejos de su mujer y de sus hijos, llamado a guardar un secreto que jamás se os confía, es para ciertas naturalezas una voluptuosidad y una ambición. Las Logias pueden servir bien ahora para procrear glotones: jamás darán a luz ciudadanos. Se come muy bien en casa de los T., y T. R. F. de todos los Orientes; pero este es un lugar de depósito, .una especie de potrero, un centro por el que es menester pasar antes de llegar a nosotros. Las Logias no hacen más que un mal relativo, un mal templado por una falsa filantropía y por tonterías todavía más falsas, como en Francia. Esto es demasiado pastoral y demasiado gastronómico, pero tiene un objeto que debemos fomentar sin cesar. Enseñándole a brindar, se apodera uno así de la voluntad, de la inteligencia y de la libertad del hombre. Se dispone de él, se le hace dar vueltas, se le estudia. Se adivinan sus inclinaciones, sus afectos, sus tendencias; luego, cuando está maduro para nosotros, se le dirige hacia la Sociedad secreta, de la que la Franc-Masonería no puede ser sino la antesala.

" La Alta Venta desea que, bajo un pretexto u otro, se introduzca en las Logias masónicas el mayor número de príncipes y de ricos que­ sea posible. Los príncipes de casa soberana y que no tienen la espe­ranza legítima de ser reyes por la gracia de Dios, quieren todos serlo por la gracia de una revolución. El duque de Orleans es francmasón, el príncipe de Carignan lo fue también. Ni el Italia ni en otras partes faltan los que aspiran a los honores harto modestos del delantal y la cuchara simbólicos. Otros están desheredados o proscritos. Halagad a todos estos ambiciosos de popularidad; acaparadlos para la Franc-Masonería. Después verá la Alta Venta como politizarlos para la causa del progreso. Un príncipe que no tiene reino que esperar es una buena fortuna para nosotros. Son muchos los que están en este caso. Hacedlos Franc-Masones. La Logia los conducirá al Carbonarismo. Vendrá un día en que la Alta Venta quizá se digne afiliárselos. Mientras tanto servirán de liga para los imbéciles, para los intrigantes, para los banqueteros y los necesitados. Estos pobres príncipes trabajarán en nuestro provecho creyendo no hacerlo sino en el suyo. Esta es una magnífica enseñanza, y siempre hay estúpidos dispuestos a comprometerse al servicio de una conspiración de la que un príncipe cualquiera parece ser el sostén.

" Una vez que un hombre, y aun un príncipe, un príncipe sobre to­do, se haya comenzado a corromper, estad persuadidos de que casi no se detendrá en la pendiente. Casi no hay costumbres aun entre los más morales, y rápidamente se va por este camino progresivo. Así es que no os preocupéis de ver las Logias florecientes mientras el Carbonarismo se recluta con dificultad. Con las Logias contamos para doblar nuestras filas; a su pesar forman ellas nuestro noviciado preparatorio. Discuten ellas sin término sobre los males del fanatismo, sobre la dicha de la igualdad social y sobre los grandes princi­pios de la libertad religiosa. Entre dos festines lanzan terribles anatemas contra la intolerancia y la persecución. No es necesario más para hacer adeptos nuestros. Un hombre imbuido en estas lindas cosas no está lejos de nosotros; no falta sino enrolarlo. La ley del progreso social está allí, y toda ella allí. No os toméis la pena de buscarla en otra parte. En las presentes circunstancias no os quitéis jamás la máscara. Contentaos con rondar alrededor del re­baño católico; pero, como un buen lobo, coged de paso al primer cor­dero que se presente en las condiciones deseadas. Buena cosa es el burgués, mejor todavía el príncipe. Sin embargo, que estos corderos no se cambien en zorros, como el infame Carignan. La traición de1 juramento es una sentencia de muerte, y todos los príncipes, débiles o relajados, ambiciosos o pesarosos, nos traicionan y nos denuncian. Felizmente no saben sino pocas cosas, aun nada, y no pueden ponerse sobre la huella de nuestros verdaderos misterios.
" En mi ultimo viaje a Francia vi con una profunda satisfacción que nuestros jóvenes iniciados ponían un extremo ardimiento en la difusión del Carbonarismo; pero me parece que precipitan un poco demasiado el movimiento. Según yo, su odio religioso lo convierten demasiado en odio político. La conspiración contra la Sede Romana no debería confundirse con otros intentos. Estamos dispuestos a ver germinar en el seno de las Sociedades secretas ardientes ambiciones; y estas ambiciones, una vez dueñas del Poder, pueden abandonarnos. El camino que seguimos no está todavía suficientemente trazado para en­tregarnos a intrigantes o a tribunos.. Es menester descatolizar al mundo, y un ambicioso que alcance su objeto mucho se guardará de se­cundarnos. La revolución en la Iglesia es la revolución permanente, es el derribamiento obligado de los tronos y de las dinastías. Ahora bien, un ambicioso no puede querer tales cosas. Nosotros vemos más hacia lo alto y a lo lejos. Por lo tanto, tratemos de arreglárnoslas y de fortificarnos. No conspiramos sino contra Roma: para es­to sirvámonos de todos los incidentes, aprovechemos todas la eventualidades. Desconfíese principalmente de las exageraciones de celo. Un buen odio perfectamente frío, bien calculado, bien profundo, vale más que todos los fuegos artificiales y todas las declamaciones de la tribuna. Esto no lo quieren comprender en París; pero en Londres he visto gente que entiende mejor nuestro plan y que para éste se asocian con mayor fruto. Me han hecho ofrecimientos importantes: muy pronto tendremos en Malta una imprenta a nuestra disposición. Podre­mos, por lo tanto, con impunidad, asegurando el golpe, y bajo el pa­bellón británico, repartir de un cabo al otro de Italia los libros, folletos, etc., que la Venta crea conveniente poner en circulación."
Este judío, que viaja por toda Europa, a los ojos de la policía y de los gobiernos es un comerciante en oro y plata, uno de esos banqueros cosmopolitas que en apariencia no viven sino para sus negocios y que de ellos se ocupan exclusivamente.

martes, 12 de mayo de 2009

Trabajando en la Mision Religiosa...

Ayudar a defender y reestablecer la Verdadera Tradicion de la Iglesia Catolica es sinonimo de ser un verdadero siervo de Nuestro Señor Jesucristo
Nosotros los laicos, tratamos humildemente de dar una ayuda a estos sacerdotes que trabajan tan arduamente para la Santa Iglesia Catolica y para el projimo
Que este sea un mensaje de agradecimiento para aquellos que dan al projimo, aunque no lo conozcan, que lo hace mas caritativo aun
Deo Gratias!

miércoles, 6 de mayo de 2009

San Pio V Papa y Confesor

Miguel Ghislieri nació en 1504, en la diócesis de Tortona. Ingresó a los 14 años en la Orden de Predicadores y le envía a la Universidad de Bolonia, para estudiar teología, enseñándola luego él, durante 16 años. Fue nombrado Inquisidor y Comisario General del Santo Oficio en 1551; cargo que le creó muchas persecuciones, pero que le permitió atraer muchos herejes a la verdad católica. Sus virtudes le valieron para que Paulo IV le eligiese para las sedes episcopales de Nepi y de Sutri, y después para el cardenalato. Los honores no modificaron en nada la austeridad de su vida, y el 7 de enero de 1566 fue elegido Papa tomando el nombre de Pio V. Debía ilustrar la sede de San Pedro por su celo en la propagación de la Fe, el restablecimiento de la disciplina eclesiástica y la solemnidad del culto divino, así como su devoción para con Nuestra Señora y su caridad para con los pobres. Reunió contra los turcos una flota que ganó la Batalla de Lepanto, y preparaba una nueva expedición cuando murió en 1572. Su cuerpo fue sepultado en Santa María la Mayor.
Por revelación conoció la victoria obtenida contra los turcos en Lepanto. En esta memorable ocasión fue cuando mandó añadir a las letanías de la Virgen, la invocación: Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.
En la tarde del 7 de octubre de 1571 paseàbase San Pio V por una cámara del
Vaticano oyendo la relación que le hacía su tesorero Mons. Bosutti de Bibiana de
varios asuntos confiados a su cargo; padecía el santo anciano horrendos ataques
de piedra, y como le arreciase de ordinario el mal estando sentado, solía
recibir y despachar las mas de las veces de pie o paseando. Detúvose de repente
el Papa en mitad de la estancia y alargó el cuello en la actitud del que
escucha, haciendo al mismo tiempo a Busotti señal de que callase. Acercase
después de breve rato a una ventana y abrióla de par en par asomándose a ella
siempre en silencio y en la misma actitud escudriñadora. Mirábalo asombrado
Busotti, y su extrañeza se convirtió en pavor al ver que el rostro del anciano
Pontífice se transfiguraba de repente, que sus llorosos ojos azules se volvían
al cielo con expresión inefable, y que sus manos juntas se elevaban, ligeramente
temblorosas: erizáronsele los cabellos a Busotti comprendiendo que sucedía allí
algo sobrenatural y divino, y así permaneció más de tres minutos, según depuso
después con juramento el mismo tesorero. Arrancase al cabo de éstos el Papa de
su arrobamiento, y con el rostro radiante de júbilo dijo a Busotti: No es hora
de tratar negocios... Demos gracias a Dios por la victoria alcanzada sobre los
turcos...
Y retiróse a su oratorio, dice Busotti, dando tropiezos y
saliéndole de la frente lumbres muy bellas. Apresurose el tesorero a dar cuenta
de lo que sucedía a varios prelados y cardenales, y mandaron estos al punto
extender acta de todo ello, marcando las circunstancias de lugar y tiempo, y
depositarla sellada en casa de un notario. El 26 de octubre llegó a Roma un
mensajero del Dux de Venecia, Mocénigo, para anunciar al Papa la victoria de
Lepanto, y tres o cuatro dias después llegó también el Conde de Priego, enviado
por Don Juan de Austria, para darle cuenta de todas las circunstancias de la
batalla. Hízose entonces el cómputo de horas según los diversos meridianos de
Roma y las islas Curzolari, y resultó que la visión del Papa anunciándole el
triunfo de Lepanto, tuvo lugar en el momento en que saltaba D. Juan de Austria
del estanterol con la espada en la mano para rechazar a los turcos que invadían
su galera, y atacaban La Sultana por el flanco y por la popa el Marquéz de Santa
Cruz y Marco Antonio Colonna. Dióse entonces a este suceso grande importancia, y
figuró mas tarde con todas sus pruebas y documentos en el proceso de
canonización de San Pio V, de donde lo tomamos nosotros.” (Luis Coloma
S.J.)
Los trabajos de San Pio V en la lucha contra la herejía, por la mejora
de las costumbres cristianas, la imposición de la disciplina del Concilio de
Trento, la publicación del Breviario y del Misal Romano, han hecho de sus seis
años de pntificado una de las más fecundas épocas de la historia de la
Iglesia.
En el lecho de muerte invocó a Dios con estas palabras que hoy nos
protegen desde el cielo contra quienes acechan la salvación de las almas con la
herejía: “Creador de los hombres, dígnate preservar a tu pueblo de los asaltos
de la muerte en estos días de alegría pascual.
ORACIÓN
Oh Dios, que para destruir a los enemigos de la Iglesia y restaurar el culto divino, elevasteis al bien aventurado Pío al sumo pontificado, haced que protegidos por su intercesión, de tal modo nos adhiramos a vuestro servicio que, triunfando de las emboscadas de todos nuestros enemigos, gocemos de inalterable paz. Por J. C. N. S. Amén.