miércoles, 27 de mayo de 2015
EL DON DE SABIDURÍA (Dom Gueranger, El Año Litúrgica)
EL DON
DE SABIDURÍA
El segundo favor que tiene destinado el Espíritu divino
para el alma que le es fiel en su
acción es el don de Sabiduría superior aún al de Entendimiento. Con todo eso, está unido a este último en cierto sentido, pues el objeto mostrado al
entendimiento es gustado y poseído por el don de Sabiduría. El salmista, al invitar al hombre
a acercarse a Dios, le recomienda guste del soberano bien: "Gustad, dice, y experimentaréis que el Señor es suave"(1). La Iglesia, el mismo día de
Pentecostés, pide a Dios que gustemos el bien, recta sapere, pues la unión del alma con Dios es más bien sensación de gusto que
contemplación, incompatible ésta en nuestro estado actual. La luz que derrama el don de
Entendimiento no es inmediata, alegra vivamente al alma y dirige su sentido a la verdad; pero
tiende a completarse por el don de Sabiduría, que viene a ser su fin.
El Entendimiento
es, pues, iluminación; la Sabiduría es unión. Ahora bien, la unión con el Bien supremo se realiza por medio de la voluntad, es
decir, por el amor que se asienta en la voluntad. Notamos esta progresión en las jerarquías
angélicas. El Querubín brilla por su inteligencia, pero sobre él está el
Serafín, hoguera de amor. El amor es ardiente en el Querubín como el
entendimiento ilumina con su clara luz al Serafín; pero se diferencia el uno
del otro por su cualidad dominante, y es mayor el que está unido más
íntimamente a la divinidad por el amor, aquel que gusta el soberano bien.
El séptimo don
está adornado con el hermoso nombre de don de Sabiduría, y este nombre le viene de la Sabiduría eterna a la que aquel tiende a
asemejarse por el ardor del afecto.
Esta Sabiduría increada que permite al hombre gustar de
ella en este valle de lágrimas es el Verbo divino, aquel mismo a quien llama el Apóstol
"el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia"(2); aquel que nos envió el
Espíritu para santificarnos y conducirnos a él, de suerte que la obra más grande de este divino
Espíritu es procurar nuestra unión con aquel que, siendo Dios, se hizo carne y se hizo obediente
hasta la muerte y muerte de cruz (3). Jesús, por medio de los misterios realizados en su
humanidad, ha hecho que tomemos parte en su divinidad; por la fe esclarecida
por la Inteligencia sobrenatural "vemos su gloria, que es la del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad"(4),
y así como él participó de nuestra humilde naturaleza humana, así también él, Sabiduría
increada, da a gustar desde este mundo esta Sabiduría creada que el Espíritu
Santo derrama en nosotros como su más excelente don.
¡Dichoso aquel
que goza de esta preciosa Sabiduría, que revela al alma la dulzura de Dios y de lo que pertenece a Dios! "El hombre animal no
percibe las cosas del Espíritu de Dios", nos dice el Apóstol (5); para
gozar de este don es preciso hacerse espiritual, entregarse dócilmente al deseo
del Espíritu, y le sucederá como a otros que, después de haber sido como él,
esclavos de la carne, fueron libertados de ella por la docilidad al Espíritu
divino, que los buscó y encontró.
El hombre, algo
elevado, pero de espíritu mundano, no puede comprender ni el objeto del don de Sabiduría ni lo que entraña el don de Entendimiento.
Juzga y critica a los que han recibido estos dones; dichosos ellos si no se les opone,
si no les persigue. Jesús lo dijo expresamente: "El mundo no puede recibir
al Espíritu de verdad, pues no le ve ni le conoce"(6).
Bien saben los que tienen la dicha de tender al bien
supremo que es necesario conservarse libres totalmente del Espíritu profano,
enemigo personal del Espíritu de Dios. Desligados de esta cadena, podrán
elevarse hasta la Sabiduría.
Este don tiene
por objeto primero procurar gran vigor al alma y fortificar sus potencias.
La vida entera está tonificada por él, como sucede a los
que comen lo que les conviene. No hay contradicción ninguna entre Dios y el alma, y he aquí
porqué la unión de ambos es fácil.
"Donde está el Espíritu de Dios allí se encuentra la
libertad", dice el Apóstol (7). Todo es fácil para el alma, bajo la acción
del Espíritu de Sabiduría. Las cosas contrarias a la naturaleza, lejos de amilanarla, se le hacen suaves y al corazón no lo
aterra ya tanto el sufrimiento. No solamente no se puede decir que Dios se halla lejos del
alma a quien el Espíritu Santo ha colocado en tal disposición, sino que es evidente la unión
de ambos. Ha de cuidar, sin embargo, de tener humildad; pues el orgullo puede
apoderarse de ella y su caída será tanto mayor, cuanto mayor hubiese sido su
elevación.
Roguemos al
Espíritu divino y pidámosle que no nos rehúse este precioso don de Sabiduría que nos llevará a Jesús, Sabiduría infinita. Un sabio de
la antigua ley aspiraba a este favor al escribir estas palabras, cuyo sentido perfecto sólo
percibe el cristiano: "Oré y se me dió la prudencia; invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de
Sabiduría” (8). Es necesario pedirlo con instancia. En el Nuevo Testamento, el apóstol
Santiago nos invita a ello con apremiantes exhortaciones: "Si alguno de
vosotros, dice, necesita Sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da con
largueza y sin arrepentirse de sus dones; pídala con fe y sin vacilar" (9).
Aprovechándonos de esta invitación del Apóstol, oh Espíritu divino, nos
atrevemos a decirte: "Tú, que procedes del Padre y de la Sabiduría, danos
la Sabiduría. El que es la Sabiduría te envió a nosotros para que nos
congregaras con él. Elévanos y únenos a aquel que asumió nuestra débil
naturaleza. Sé el lazo que nos estreche por siempre con Jesús, medio sagrado de
la unidad, y aquel que es Poder, el Padre, nos adoptará por herederos suyos y
coherederos de su Hijo”(10).
1.
Ps., xxxiu, 9.
2. Hebr., I,
3.
3. Philip., II,
8.
4. S. Juan, I,
14.
5. I Cor., II,
14.
6.
S. Juan, XIV, 17.
7. II Cor., III,
17.
8. Sap., Vil, 7.
9. S. Jacob, I,
5.
10. Rom,, VIII,
17.
EL DON DE ENTENDIMIENTO (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
EL DON
DE ENTENDIMIENTO
Este sexto don del Espíritu Santo hace que el alma entre
en camino superior a aquel por el que hasta ahora marchaba. Los cinco primeros dones
tienen como objeto la acción. El Temor de Dios coloca al hombre en su grada, humillándole;
la Piedad abre su corazón a los
afectos divinos; la Ciencia hace que distinga el camino de
la salvación del camino de la perdición; la Fortaleza la prepara para el
combate; el Consejo le dirige en sus pensamientos y en sus obras; con esto
puede obrar ya y proseguir su camino con la esperanza de llegar al término. Mas
la bondad del Espíritu divino la guarda otros favores aún. Ha determinado
hacerla disfrutar en esta vida de un goce anticipado de la felicidad que la
reserva en la otra. De esta manera afianzará su marcha, animará su valor y recompensará
sus esfuerzos. La vía de la contemplación estará para ella abierta de par en par
y el Espíritu divino la introducirá en ella por medio del Entendimiento.
Al oír la palabra
contemplación, muchos, quizá, se inquieten, falsamente persuadidos de que lo que esa palabra significa no puede hallarse sino en
las especiales condiciones de una vida pasada en el retiro y lejos del trato de los hombres.
He aquí un grave y peligroso error, que a menudo retiene el vuelo de las almas. La contemplación
es el estado a que, en cierta medida, está llamada toda alma que busca a Dios. No
consiste ella en los fenómenos que el Espíritu Santo quiere manifestar en
algunas personas privilegiadas, que destina a gustar la realidad de la vida
sobrenatural. Sencillamente, consiste en las relaciones más íntimas que hay entre
Dios y el alma que le es fiel en la acción; si no pone obstáculo, a esa alma la
están reservados dos favores, el primero de los cuales es el don de
Entendimiento, que consiste en la iluminación del Espíritu alumbrado en
adelante con una luz superior.
Esta luz no quita
la fe, sino que esclarece los ojos del alma fortificándola y la da una vista más profunda de las cosas divinas. Se disipan muchas nubes
que provenían de la flaqueza y tosquedad del alma no iniciada aún. La belleza encantadora
de los misterios que no se sentía sino de un modo vago se revela y aparecen inefables e
insospechadas armonías. No se trata de la visión cara a cara reservada para la eternidad, pero
tampoco el débil resplandor que dirigía los pasos. Un conjunto de analogías, de
conveniencias que sucesivamente aparecen a los ojos del espíritu producen una
certeza muy suave. El alma se dilata en los destellos luminosos que son
enriquecidos por la fe, acrecentados por la esperanza y desarrollados por el
amor. Todo la parece nuevo; y al mirar hacia atrás, hace comparaciones y ve
claramente que la verdad, siempre la misma, es comprendida por ella entonces de
manera incomparablemente más completa. El relato de los Evangelios la
impresiona más; encuentra en las palabras del Salvador un sabor que hasta
entonces no había gustado. Comprende con más claridad el fin que se ha propuesto
en la institución de los Sacramentos. La Sagrada Liturgia la mueve con sus
augustas fórmulas y sus ritos tan profundos. La lectura de las vidas de los
santos la atraen; y nada la extraña de sus sentimientos y acciones; saborea sus
escritos más que todos los otros, y siente aumento de bienestar espiritual
tratando con estos amigos de Dios. Abrumada con toda clase de ocupaciones, la
antorcha divina la guía para cumplir con cada uno. Las virtudes tan varias que
debe practicar se hermanan en su conducta; ninguna de ellas es sacrificada a la
otra, puesto que ve la armonía que debe reinar entre ellas. Está tan lejos del
escrúpulo como de la relajación y atenta siempre a reparar en seguida las
pérdidas que ha podido tener. Algunas veces el mismo Espíritu divino la
instruye con una palabra interior que su alma escucha e ilumina su situación
con nuevos horizontes.
Desde entonces el
mundo y sus falsos errores son tenidos por lo que son y el alma se purifica por
lo demás del apego y satisfacción que podía tener aún por ellos. Donde no hay
más que grandezas y hermosuras naturales aparece mezquino y miserable a la
mirada de aquel a quien el Espíritu Santo dirige a las grandezas y hermosuras
divinas y eternas. Un solo aspecto salva de su condenación a este mundo
exterior que deslumbra al hombre carnal: la criatura visible que manifiesta la
hermosura divina y es susceptible de servir a la gloria de su autor. El alma
aprende a usar de ella con hacimiento de gracias, sobrenaturalizándola y
glorificando con el Rey Profeta, al que imprimió los rasgos de su hermosura en
la multitud de seres que con frecuencia son causa de la perdición del hombre,
aunque fueron determinados a ser escalas que le conducirían a Dios.
Además, el don de
Entendimiento da a conocer al alma el conocimiento de su propio camino. La hace
comprender la sabiduría y misericordia de los planes de lo alto que
frecuentemente la humillaron y condujeron por donde ella no pensaba caminar. Ve
que, si hubiese sido dueña de su misma existencia, habría errado su fln, y que
Dios se le ha hecho alcanzar, ocultándole desde un principio los designios de
su Paternal Sabiduría. Ahora es feliz, porque goza de paz, y su corazón es
pequeño para dar gracias a Dios que la conduce al término sin consultarla. Si
por casualidad tuviere que aconsejar o dirigir, bien por deber o por caridad,
se puede confiar en ella; el don de Entendimiento lo explota por igual para sí
misma como para los demás. No da lecciones, con todo eso, a quien no se las
pide; pero si alguno la pregunta, responde, y sus respuestas son tan luminosas
como la llama que las alienta.
Así es el don de
Entendimiento, luz del alma cristiana, y cuya acción se deja sentir en ella en proporción
a su fidelidad en el uso de los demás dones. Se conserva por medio de la
humildad, de la continencia y el recogimiento interior. La disipación, en
cambio, detiene su desarrollo y hasta podría ahogarle. En la vida ocupada y
cargada de deberes, aun en medio de forzosas distracciones a las que el alma se
entrega sin dejarse avasallar por ellas, el alma fiel puede conservarse
recogida. Sea siempre sencilla, sea pequeña a sus propios ojos y lo que Dios
oculta a los soberbios y manifiesta a los humildes (1), la será revelado y
permanecerá en ella. Nadie pone en duda que semejante don es una ayuda inmensa
para la salvación y santificación del alma. Debemos pedírselo al Espíritu Santo
de todo corazón, estando plenamente convencidos de que le obtendremos más bien
que por el esfuerzo de nuestro espíritu, por el ardor de nuestro corazón. Es
cierto que la luz divina, objeto de este don, se asienta en el entendimiento, pero
su efusión proviene más bien de la voluntad inflamada por el fuego de la
caridad, según dijo Isaías: "Creed, y tendréis entendimiento"(2).
Dirijámonos al Espíritu Santo y, sirviéndonos de las palabras de David,
digámosle: "Abre mis ojos y contemplaré las maravillas de tus preceptos;
dame inteligencia y tendré vida"(3). Instruidos por el Apóstol, expresemos
nuestra súplica de manera más apremiante apropiándonos la oración que él dirige
a su Padre Celestial en favor de los fieles de Éfeso, cuando implora para los
mismos: el Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él,
iluminando los ojos de vuestro corazón. Con esto entenderéis cuál es la
esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas y la gloria de la herencia
otorgada a los santos (4).
1 .Lucas, X,
21.
2.
Isaías, VI, 9, citado también
por loa Padres griegos y latinos.
3. Ps., CXVIII.
4. Eph,, I,
17-18.
EL DON DEL CONSEJO (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
EL DON
DEL CONSEJO
El don de Fortaleza, cuya necesidad en la obra de la
santificación del cristiano hemos reconocido, no bastaría para darnos la
seguridad de este resultado si el Espíritu divino no hubiese procurado unirlo a
otro don que va a continuación y que preserva de todo peligro. Este nuevo beneficio
consiste en el don de Consejo. A la fortaleza no se la puede dejar a sí misma;
necesita un elemento que la dirija. El don de ciencia no puede ser este
elemento, pues si bien ilumina al alma acerca de su fin y sobre las reglas
generales de conducta que debe observar, con todo eso no comunica luz
suficiente sobre las aplicaciones especiales de la ley de Dios y sobre el
gobierno de la vida. En las diversas situaciones en que podamos hallarnos, en
las resoluciones que podamos tomar, es necesario que escuchemos la voz del
Espíritu Santo, y esta voz divina llega a nosotros por el don de Consejo. Si
queremos escucharla, nos dice lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, lo
que debemos decir y lo que debemos callar, lo que podemos conservar y lo que debemos
renunciar. Por el don de Consejo, el Espíritu Santo obra en nuestra inteligencia,
así como por el don de Fortaleza obra en la voluntad.
Este precioso don
tiene su aplicación en toda la vida; pues es necesario que, sin cesar, nos determinemos por un partido o por otro; y debemos estar
agradecidos al Espíritu divino al pensar que no nos deja nunca solos si estamos dispuestos a
seguir la dirección que El nos señala. ¡Cuántos lazos puede hacernos evitar! ¡Las
ilusiones que puede desvanecer en nosotros y las realidades que puede hacer que
descubramos! Mas para no desperdiciar sus inspiraciones debemos librarnos de
los impulsos naturales que quizás nos determinan muy a menudo; de la temeridad
que nos lleva a capricho de la pasión; de la precipitación que pretende que
demos nuestro juicio y obremos cuando aún no hemos visto más que un lado de las
cosas; en fin, de la indiferencia que hace que nos decidamos al azar, por temor
a la fatiga de buscar lo que sería mejor.
El Espíritu
Santo, por el don de Consejo, preserva al hombre de todos estos inconvenientes.
Modera la naturaleza, a menudo tan exagerada, cuando no apática. Mantiene el
alma atenta a lo verdadero, a lo bueno, a lo que, sin duda, le es más
ventajoso. La insinúa esta virtud, que es el complemento y como la salsa de todas
las otras; nos referimos a la discreción cuyo secreto tiene El, y por la cual
las virtudes se conservan, se armonizan y no degeneran en defectos. Con la
dirección del don de Consejo, el cristiano no tiene por qué temer; el Espíritu Santo
asume la responsabilidad de todo. ¿Qué importa, pues, que el mundo critique o
censure, que se admire o se escandalice? El mundo se cree prudente; mas le
falta el don de consejo. De ahí que a menudo las resoluciones tomadas bajo su
inspiración tengan un fin distinto del que se había propuesto. Y así tenía que
ser; pues, refiriéndose a él, dijo el Señor: "Mis pensamientos no son
vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos"(1).
Pidamos con toda
el ansia de nuestros deseos el don divino, que nos preserva del peligro de gobernarnos a nosotros mismos; mas sepamos que este don no
habita sino en aquellos que lo tienen en suficiente estima para renunciarse ante él. Si
el Espíritu Santo nos halla libres de ideas mundanas, y convencidos de nuestra fragilidad, se
dignará entonces ser nuestro Consejo; del mismo modo que si nos tenemos por prudentes
a nuestros propios ojos, apartará su luz y nos dejará solos.
¡Oh Espíritu
divino!, ¡que nos suceda esto! De sobra sabemos por experiencia que nos es menos ventajoso seguir los azares de la prudencia humana y
renunciamos ante ti las pretensiones de nuestro espíritu, tan dispuesto a
quedar deslumbrado y hacerse ilusiones. Dígnate conservar y desarrollar en
nosotros con toda libertad este don inefable que nos has otorgado en el
bautismo: sé siempre nuestro Consejo. "Haz que conozcamos tus caminos, y
enséñanos tus senderos. Guíanos en la verdad e instrúyenos; pues de ti nos
vendrá la salvación y por esto nos sometemos a tu ley"(2). Sabemos que seremos
juzgados de todas nuestras obras y pensamientos; mas sabemos también que no tenemos
por qué temer mientras seamos fieles a tus mandamientos. Prestaremos atención
"para escuchar lo que nos dice el Señor nuestro Dios"(3), al Espíritu
de Consejo, ya nos hable directamente, ya nos remita al órgano que nos ha
preparado. ¡Bendito sea Jesús, que nos ha enviado su Espíritu para ser nuestro guía;
y bendito sea este divino Espíritu, que se digna asistirnos siempre y al que
nuestras pasadas resistencias no han alejado de nosotros!
1. Isaias, LV,
8,
2.
Salmo 118.
3. Salmos 83, 9,
DON DE FORTALEZA (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
DON DE
FORTALEZA
Por el don de ciencia hemos aprendido lo que debemos hacer
y lo que debemos evitar para vivir conforme al deseo de Jesucristo, nuestro divino
Jefe. Necesitamos, ahora, que el Espíritu Santo ponga en nosotros un principio, del que podamos
sacar la energía que debe ser nuestro sostén durante el camino que acaba de señalarnos. Debemos,
en efecto, contar con obstáculos, y el gran número de los que sucumben es
muestra palpable de la necesidad que tenemos de ayuda. El socorro que nos envía
el Espíritu Santo es el Don de fortaleza, con cuyo perseverante ejercicio nos será posible y aun fácil el
triunfar de todo aquello que podría torcer nuestra marcha.
En las
dificultades y pruebas de la vida, el hombre se deja llevar por la debilidad y
el abatimiento, o por un ardor natural que tiene su fuente, o en el
temperamento, o en la vanidad. Esta doble disposición contribuye poco a la
victoria en los combates que el alma debe sostener para su salvación. El
Espíritu Santo aporta un elemento nuevo, esta fuerza sobrenatural, que le es
tan propia, que al instituir el Salvador sus Sacramentos estableció uno,
dándole como fin especial el otorgarnos este divino Espíritu, como principio de
energía. No cabe duda, pues, que teniendo que luchar en esta vida contra el
demonio, el mundo y la carne, necesitemos algo más para resistir que la
pusilanimidad y la audacia. Necesitamos un don especial que ponga límite a
nuestra timidez y temple al mismo tiempo nuestra excesiva confianza en nuestras
propias fuerzas. El hombre fortificado así por la obra del Espíritu Santo
saldrá victorioso seguramente, porque la gracia suplirá en él a la debilidad de
la naturaleza, al mismo tiempo que templará su ardor.
Dos necesidades
encuentra el cristiano en su vida; necesitará poder resistir y poder soportar. ¿Qué
podrá él contra las tentaciones de Satanás si la fortaleza del Espíritu Santo
no viene a rodearle de una armadura celestial y a fortificar su brazo? No es el
mundo un adversario menos temible si se considera el número de víctimas que
hace cada día por la tiranía de sus máximas y de sus pretensiones. ¡Cuán grande
debe ser la asistencia del Espíritu divino cuando procura hacer invulnerable al
cristiano a los flechazos mortíferos, que causan tantas heridas a su alrededor!
Las pasiones del
corazón humano no son menor obstáculo a su obra de salvación y de santificación;
obstáculo tanto más temible cuanto es más íntimo. Es necesario que el Espíritu Santo transforme el corazón, que le enseñe a renunciarse a
sí mismo cuando la luz celestial nos señala otro camino distinto del que seguimos guiados
por el amor y búsqueda de nosotros mismos.
¿Qué fortaleza divina no se necesita para "odiar hasta la propia
vida" cuando lo exige Jesucristo(1), cuando se trata de elegir entre dos
señores, cuyo servicio común es incompatible?(2). El Espíritu Santo obra
diariamente estos prodigios, por medio del don que nos ha otorgado, si no
despreciamos ese don, si no lo anulamos con nuestra cobardía o con nuestra
imprudencia. Enseña al cristiano a dominar sus pasiones, a no dejarse conducir
por estos guías ciegos, a no ceder a sus instintos sino cuando van unidos al
orden que ha establecido.
A veces no se
contenta sólo con que el cristiano resista interiormente a los enemigos de su alma; exige una protesta abierta contra el error y el mal,
si así lo pide el deber del estado, o la posición en que se halla. Entonces no hay que hacer caso
de esta especie de desprecio que va anejo al nombre de cristiano y que no debe de extrañarle
si se acuerda de las palabras del Apóstol': "si buscase agradar a los hombres, no sería
siervo de Cristo". El Espíritu Santo no puede faltar nunca, y cuando se
encuentra con un alma resuelta a valerse del don de Fortaleza, cuya fuente es
El, no sólo le asegura el triunfo, sino que diariamente la pone en estado de
paz, de plena seguridad y de valor con que logra la victoria sobre las
pasiones.
Tal es la aplicación
que el Espíritu Santo hace del don de Fortaleza en el cristiano que
debe ejercitarse en la paciencia. Hemos dicho que este don
precioso lleva consigo, al mismo tiempo, la energía necesaria para soportar las pruebas,
con cuyo precio adquirimos nuestra salvación. Hay escenas de espanto que aminoran nuestro
empuje y que pueden conducir al hombre a una ruina total. El don de Fortaleza
las desvanece y reemplaza por una calma y seguridad que desconciertan a la
naturaleza. Contemplad a los mártires, y no sólo a un San Mauricio, jefe de la
legión Tebea, curtido ya en la lucha del campo de batalla, sino a Felicidad, madre
de los siete hermanos Macabeos; a Perpetua, noble matrona cartaginesa, para la
que el mundo era todo halagos; a Inés, niña de trece años, y a tantos otros
millares, y decid si el don de Fortaleza es estéril en sacrificios. ¿Qué ha
sido del miedo a la muerte, de esta muerte cuyo solo pensamiento nos estremece
muchas veces? ¡Y estas generosas ofrendas de una vida inmolada en el
renunciamiento y privaciones, con el fin de encontrar a Jesús enteramente y seguir
sus huellas lo más cerca posible! ¡Y tantas existencias ocultas a las miradas
distraídas y superficiales de los hombres, existencias que tienen como
fundamento el sacrificio, cuya serenidad no quebrantaron nunca las más duras pruebas
y que diariamente aceptan pacientes su nueva cruz! ¡Qué trofeos para el
espíritu de Fortaleza! ¡Qué sacrificios ante el deber sabe producir! Y si el
hombre por sí mismo no es casi nada, ¡cómo se agranda con la acción del Espíritu
Santo!
Ayuda también él
al cristiano a vencer la triste tentación del respeto humano, elevándole por encima de las consideraciones del mundo, que dictan
otra conducta; el que incita al hombre a preferir al vano honor del mundo, la gloria
de no haber violado los mandamientos de su Dios. Este espíritu de Fortaleza nos
hace aceptar los reveses de fortuna como otros tantos designios misericordiosos
del cielo, el que mantiene firme el valor del cristiano en las pérdidas tan dolorosas de seres queridos, en los sufrimientos
físicos que harían de la vida una carga insoportable, si no supiera que son
visitas del Señor. Es, en fin, como leemos en las vidas de los Santos, quien se
sirve de las mismas repugnancias de la naturaleza para producir esos actos
heroicos en que la creatura humana parece sobrepasar los límites de su ser,
para elevarse al grado de espíritus impasibles y glorificados.
¡Espíritu de
fortaleza, que moras cada día más y más en nosotros, presérvanos de la seducción
de este siglo! En ninguna época ha sido tan débil la energía de las almas, ni
tan poderoso el espíritu del mundo, ni tan insolente el
sensualismo, ni tan pronunciados el orgullo y la independencia. Ser fuerte
consigo mismo es hoy algo tan singular, que despierta la admiración de los que
son testigos: ¡tanto terreno van perdiendo las máximas evangélicas! ¡Detennos en
esta pendiente, que nos arrastrará, como a tantos otros, oh Espíritu divino!
Permite que te dirijamos, en demanda suplicante, los votos que hacía Pablo por
los cristianos de Éfeso y que podamos reclamar de tu magnanimidad "esta armadura
divina para que podamos resistir en el día malo y permanecer perfectos en todas
las cosas. Ciñe nuestros lomos con la verdad, revístenos de la coraza de
justicia y pon a nuestros pies el Evangelio de la paz con un calzado indestructible;
ármanos en todo momento del escudo de la fe con que podamos apagar los encendidos
dardos del maligno enemigo. Cubre nuestra cabeza con el yelmo de salud y en
nuestra mano pon la espada del espíritu, que es la palabra de Dios"', con
cuya ayuda, como el Señor en el desierto, podremos derrotar a todos los
enemigos. Espíritu de Fortaleza, que así sea.
1. Juan, XII, 25.
2.
Mateo, VI, 24.
1 Gal., I, 10.
EL DON DE CIENCIA (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
EL DON
DE CIENCIA
Habiendo sido el alma desarraigada del mal por el don de
Temor de Dios, y abierta a los afectos nobles por el don de Piedad, experimenta
la necesidad de saber el medio de evitar todo aquello que es objeto de su temor
y encontrar lo que debe amar. El Espíritu Santo viene en su ayuda, reportándole
lo que ella desea, infundiéndola el don de Ciencia. Por este don precioso se la
aparece la verdad, conoce lo que Dios pide y lo que reprueba, todo lo que debe buscar y lo que debe huir. Sin la ciencia divina, nuestra
vista corre peligro de extraviarse, a causa de las densas tinieblas que tan
frecuentemente obscurecen del todo o en parte la inteligencia del hombre. Estas
tinieblas provienen, desde luego, de nuestra propia naturaleza, que lleva
impresas señales reales de decadencia.
Tienen también
como causa los prejuicios y máximas del mundo que adulteran con frecuencia a
los espíritus tenidos como los más firmes. Finalmente, la acción de Satanás,
príncipe de las tinieblas, va dirigida en gran parte hacia el fin de rodear
nuestra alma de obscuridades o de extraviarla sumiéndola en falsos
resplandores.
La fe que se nos
infundió en el bautismo es la luz de nuestra alma. Por el don de Ciencia, el
Espíritu Santo hace producir a esta virtud rayos muy vivos que disipen nuestras
tinieblas. Entonces, las dudas se aclaran, el error se esfuma y aparece la
verdad en todo su radiante esplendor. Cada cosa se ve en su verdadera claridad,
que es la claridad de la fe. Se descubren los deplorables errores que circulan
por el mundo, que seducen a un número tan grande de almas y cuya víctima ha
sido quizá frecuentemente uno mismo.
El don de Ciencia
nos revela el fin que Dios se ha propuesto en la creación, este fin sin el cual
los seres no encuentran ni el bien ni el reposo. Nos muestra el uso que debemos
hacer de las criaturas que se nos han dado no precisamente como un
estorbo, sino como una ayuda eficaz en nuestra marcha hacia Dios. Una vez descubierto
el secreto de la vida, nuestro caminar se hace seguro, no vacilamos ya más y
nos sentimos dispuestos a abandonar todo camino que no nos conduciría a nuestro
fin.
Esta es la
Ciencia, don del Espíritu Santo, que el Apóstol tiene en vista, cuando,
hablando a los cristianos, les dice: "Fuisteis algún tiempo tinieblas,
pero ahora sois luz en el Señor; caminad, pues, como hijos de la luz" (1).
De ahí proviene esta firmeza, este tesón de la conducta cristiana. La
experiencia puede tener sus fallos algunas veces y el mundo se alarma al pensar
en los malos pasos, que hay que temer mucho; es que el mundo ha obrado sin el
don de Ciencia. "El Señor conduce al justo por caminos rectos, y para
asegurar sus pasos le ha dado la ciencia de los Santos"(2). Cada día se da
esta lección. El cristiano, en medio de la luz sobrenatural, escapa a todos los
daños, y si no tiene la experiencia propia, posee la experiencia de Dios.
Sé bendito,
Espíritu Santo, por esta luz que derramas sobre nosotros y que mantienes con tan amable constancia. No permitas que jamás vayamos en
busca de otra. Ella sola nos es suficiente; sin ella todo son densas tinieblas.
Líbranos de las tristes inconsecuencias de las cuales muchos se dejan seducir
imprudentemente. Aceptan un día tu dirección, y al siguiente se abandonan
a los prejuicios del mundo, llevando una doble vida que no satisface ni al mundo
ni a ti. Nos es necesario, pues, el amor a esta Ciencia que tú nos has
otorgado, si queremos salvarnos; el enemigo de nuestras almas envidia
en nosotros esta ciencia salvadora; quisiera suplantarla con sus tinieblas. No permitas, Espíritu
Santo, que realice sus pérfidos designios y ayúdanos siempre a discernir lo
falso de lo verdadero, lo justo de lo injusto. Que, según la palabra de Jesús,
nuestro ojo sea sencillo, a fin de que todo nuestro cuerpo, es decir, el conjunto
de nuestros actos, de nuestros deseos y de nuestros pensamientos se realicen en
la luz; líbranos de ese ojo que Jesús llama malo y que envuelve en tinieblas
todo el cuerpo.
1
Eph., V,8.
2 Sag.,
X, 10.
EL DON DE PIEDAD (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
EL
DON DE PIEDAD
El don de Temor
de Dios está destinado a sanar en nosotros la plaga del orgullo; el don de
piedad es derramado en nuestras almas por el Espíritu Santo para combatir el
egoísmo, que es una de las malas pasiones del hombre caído, y el segundo
obstáculo a su unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni frío ni
indiferente; es preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría elevarse en el camino al que Dios, que
es amor, se ha dignado llamarle.
El Espíritu Santo
produce, pues, en el hombre el don de Piedad, inspirándole un retorno filial
hacia su Creador. "Habéis recibido el Espíritu de adopción, nos dice el
Apóstol, y por este Espíritu llamamos a Dios: ¡Padre! ¡Padre!"(1). Esta
disposición hace al alma sensible a todo lo que atañe al honor de Dios. Hace
que el hombre nutra en sí mismo la compunción de sus pecados, a la vista de la
infinita bondad que se ha dignado soportarle y perdonarle, con el pensamiento de
los sufrimientos y de la muerte del Redentor. El alma iniciada en el don de
Piedad desea constantemente la gloria de Dios; querría llevar a todos los
hombres a sus pies, y los ultrajes que recibe le son particularmente sensibles.
Goza viendo los progresos de las almas en el amor y los sacrificios que este
amor les inspira para el que es el soberano bien. Llena de una sumisión filial
para con este Padre universal que está en los cielos, está presta a cumplir todas
sus voluntades. Se resigna de corazón a todas las disposiciones de la providencia.
Su fe es sencilla
y viva. Se mantiene amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a
renunciar a sus ideas más queridas, si se apartan de su enseñanza o de su
práctica, teniendo horror instintivo a la novedad y a la independencia.
Esta ofrenda a
Dios que inspira el don de Piedad al unir el alma a su Creador por el afecto
filial, le une con un afecto fraterno a todas las criaturas, porque son la obra
del poder de Dios y porque le pertenecen.
En primer lugar,
en los afectos del cristiano animado del don de Piedad se colocan las criaturas
glorificadas, en los que Dios se regocija eternamente, y que ellas se regocijan
de él para siempre. Ama con ternura a María, y está celoso de su honor; venera
con amor a los santos; admira con efusión a los mártires, y los actos heroicos
de virtud cumplidos por los amigos de Dios; ama sus milagros, honra
religiosamente las reliquias sagradas.
Pero su afecto no es sólo para las criaturas coronadas en
el cielo; las que están aún aquí tienen gran acogida en su corazón. El don de Piedad
le hace encontrar en ellas a Jesús en persona. Su benevolencia para con sus
hermanos es universal. Su corazón está dispuesto al perdón de las injurias, a
soportar las imperfecciones de otro, excusando las faltas del prójimo. Es
compasivo con el pobre, solícito con el enfermo. Una dulzura afectuosa revela
el fondo de su corazón; y en sus relaciones con los hermanos de la tierra se le
ve siempre dispuesto a llorar con los que lloran, a regocijarse con los que se
regocijan.
Tal es, Espíritu
divino, la disposición de los que cultivan el don de Piedad que has derramado en
sus almas. Por este beneficio inefable neutralizas el triste egoísmo que
marchita su corazón, le libras de esta aridez odiosa que hace al hombre
indiferente con sus hermanos, y cierras su alma a la envidia y al rencor. Por
eso ha tenido necesidad de esta piedad filial para su Creador. Ha enternecido
su corazón, y este corazón se ha fundido en un vivo afecto por todo lo que sale
de las manos de Dios. Haz que fructifique en nosotros tan precioso don; no
permitas que sea sofocado por el amor a nosotros mismos. Jesús nos ha animado
diciendo que su Padre celestial "hace salir su sol sobre los buenos y los
malos" (2); no consientas, Paráclito divino, que indulgencia tan paternal
sea ejemplo perdido, y dígnate desarrollar en nuestras almas este germen de
sacrificio, de benevolencia y de compasión que has colocado allí cuando tomabas
posesión de ella por el Bautismo.
1. Rom., VIII,
15,
2.
Mat., V, 45
EL DON DE TEMOR (Dom Gueranger, Año Liturgico)
EL DON
DE TEMOR
En nosotros, el obstáculo para el bien es el orgullo. Este
nos lleva a resistir a Dios, a poner el fin en nosotros mismos; en una palabra, a perdernos.
Solamente la humildad puede librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la
humildad?: el Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios.
Este sentimiento
se asienta en la idea que la fe nos sugiere sobre la majestad de Dios, en cuya presencia somos nada, sobre su santidad infinita ante
la cual somos indignidad y miseria, sobre el juicio soberanamente equitativo
que debe ejercer sobre nosotros al salir de esta vida y el riesgo de una caída
siempre posible, si faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual
podemos resistir.
La salvación del
hombre se obra, pues, "en el temor y en el miedo", como enseña el
Apóstol (1) pero este temor, que es un don del Espíritu Santo, no es un
sentimiento vil que se limitaría a arrojarnos en el espantoso pensamiento de
los castigos eternos. Nos mantiene en la compunción del corazón, aun cuando
nuestros pecados fuesen perdonados hace mucho; nós impide olvidar que somos
pecadores, que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo somos salvos
en esperanza (2).
Este temor de
Dios no es un temor servil; es, por el contrario, la fuente de los más
delicados sentimientos. Puede unirse con el amor, porque es un
sentimiento filial que detesta el pecado a causa del ultraje hecho a Dios. Inspirado por el respeto
a la majestad divina, por el sentimiento de su santidad infinita pone a la
criatura en su verdadero lugar, y San Pablo nos enseña que, purificado de este
modo, contribuye "a completar la santificación"(3). Así oímos a este gran
Apóstol, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo, confesar que es
riguroso consigo mismo "para no ser condenado" (4).
El espíritu de
independencia y de falsa libertad que reina actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa es la plaga de nuestros tiempos. La
familiaridad con Dios reemplaza a menudo a esta disposición fundamental de la vida
cristiana, y desde entonces todo progreso se detiene, la ilusión se introduce en el alma y los
Sacramentos, que en el momento del retorno hacia Dios habían obrado con tanto
poder, se hacen estériles. Es que el Don de Temor de Dios se ha sofocado con la vana complacencia del alma
en sí misma. La humildad se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado
los movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por el hecho mismo de
que no tiembla en su presencia. Conserva en nosotros, Espíritu divino, el Don de Temor de
Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará nuestra
perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu del orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra
alma de parte a parte, y quede siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata
nuestra soberbia y nos preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la grandeza y la santidad
del que nos ha creado y nos tiene que juzgar. Sabemos, Espíritu divino, que este feliz temor no ahoga el
amor; antes retira los obstáculos que impedirían su desarrollo. Las Virtudes celestiales ven
y aman al soberano Bien con ardor, están embriagadas de él por toda la eternidad; con
todo eso, tiemblan ante su tremenda majestad, tremunt
Potestates. ¡Y nosotros, cubiertos de las
cicatrices del pecado, llenos de imperfección, expuestos a mil ardides, obligados a luchar
con tantos enemigos, no hemos de sentir que es necesario estimular por un temor fuerte y
filial al mismo tiempo, nuestra voluntad que se duerme tan fácilmente, nuestro
espíritu al que rodean tantas tinieblas!, preserva en nosotros tu obra, divino
Espíritu, el precioso don que te has dignado hacernos; enséñanos a conciliar la
paz y la alegría del corazón con el temor de Dios, según la advertencia del
Salmista: "Servid al Señor con temor, y os estremeceréis de gozo temblando
delante de él" (5).
1.
Philip., II,12.
2. Rom., VIII,24.
3. II Cor., VII,1.
4. 1 Cor., IX,27
5. Ps.., II,11.
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
Debemos exponer durante toda esta semana las diversas operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia y en el alma fiel; pero es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas que hemos de presentar. Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el Don Supremo que el Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que procede de ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger este septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra; salvación y nuestra santificación.
Los siete dones
del Espíritu Santo son siete energías que se digna depositar en nuestras almas,
cuando se introduce en ellas por la gracia santificante. Las gracias actuales
ponen en movimiento simultánea o separadamente estos poderes divinamente
infundidos en nosotros, y el bien sobrenatural y meritorio de la vida eterna es
producido con el consentimiento de nuestra voluntad.
El profeta
Isaías, guiado por inspiración divina, nos ha dado a conocer estos siete Dones
en aquel pasaje en que, al describir la acción del Espíritu
Santo sobre el alma del Hijo de Dios hecho hombre, al cual nos lo representa como la flor
salida del tallo virginal que nace del tronco de Jessé, nos dice: "Sobre él descansará el
Espíritu del Señor, el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el de Consejo
y el de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad; le llenará el Espíritu
de Temor de Dios" (1). Nada más misterioso que estas palabras; pero se
prevé que lo que estas palabras expresan no es una simple enumeración de los
caracteres del Espíritu divino, sino más bien la descripción de los efectos que
realiza en el alma humana. Así lo ha entendido la tradición cristiana expuesta
en los escritos de los antiguos Padres y formulada por la Teología.
La sagrada
humanidad del Hijo de Dios encarnado es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró en ella para santificarla debe
en proporción tener lugar en nosotros. Puso en el Hijo de María las siete
energías que describe el Profeta; los mismos dones están reservados al hombre
regenerado. Se debe notar la progresión que se manifiesta en su serie. Isaías
puso primero el Espíritu de Sabiduría, y concluye con el Temor de Dios. La
Sabiduría es, en efecto, como veremos, la más alta de las prerrogativas a que
puede estar elevada el alma humana, mientras que el Temor de Dios, según la
profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y el bosquejo de
esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de Jesús destinada a
contraer la unión personal con el Verbo haya sido tratada con dignidad
particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo que ser infundido en ella de
una manera primordial, y que el Don de Temor de Dios, cualidad necesaria a una
naturaleza creada, fué puesto en ella como un complemento. Para nosotros, al
contrario, frágiles e inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el edificio,
y por él nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une con Dios.
En orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el hombre
sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le fueron dados
en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la reconciliación, si tuvo la
desgracia de perder la gracia santificante por el pecado mortal.
Admiremos con
profundo respeto el augusto septenario que se halla impreso en toda la obra de
nuestra salvación y de nuestra santificación. Siete virtudes hacen al alma
agradable a Dios; por los siete Dones, el Espíritu Santo la encamina a su fin;
siete Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación y de la redención
de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de Pascua, el Espíritu
es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella el reino de Dios.
No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar sacrilegamente la obra
divina, oponiendo el horroroso septenario de los pecados capitales, por los
cuales procura perder al hombre que Dios quiere salvar.
(1) Isaias, XI, 2-3
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