Biografía de San Ignacio
Su nombre era Iñigo López de Loyola, que
cambió entre 1537 y 1542 por el de Ignacio «por ser más universal», o «más
común a las otras naciones». Según la tradición, fue el último de los ocho
hijos varones de Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y Marina Sánchez de
Licona.
I. INICIOS
Sobre su fecha de
nacimiento oscilaron las opiniones de los contemporáneos. En su epitafio,
tras seria deliberación, se fijó su muerte a los 65 años de edad, lo que
equivalía a decir que había nacido en 1491. Nada cierto se sabe sobre su
primera educación familiar. Su padre debió de fallecer antes de 1506; su madre,
poco después de otorgar testamento el 23 octubre 1507. Por estos años, el joven
Iñigo se incorporó en Arévalo (Ávila) a la familia del contador mayor [ministro
de Hacienda] de los reyes, Juan Velázquez de Cuéllar. Allí pasó unos diez años,
en los cuales tuvo ocasión de acompañar al contador durante sus viajes a la
corte y otros lugares. Con los libros de su protector pudo adquirir una cierta
cultura y perfeccionar su escritura, que le mereció ser considerado «muy buen
escribano». Tras la caída en desgracia y sucesiva muerte de Velázquez de
Cuéllar en 1517, su viuda, María de Velasco, se preocupó del porvenir de Iñigo
y le dio 500 escudos y dos caballos, para poder dirigirse a Navarra y servir
como gentilhombre al virrey, Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera. Allí
dio muestras de hombre «ingenioso y prudente en las cosas del mundo» y de tener
«grande y noble ánimo y liberal», como escribió Juan Alfonso Polanco, sobre
todo en dos ocasiones: cuando ayudó a la pacificación de algunas villas de
Guipúzcoa, divididas por el nombramiento de Cristóbal Vázquez de Acuña como
corregidor, y cuando la villa de Nájera se sublevó contra su señor durante la
rebelión de las Comunidades (1520-1522).
Tomó parte en la defensa de Pamplona al
ser atacada (1521) por el ejército francés. Incitó a sus compañeros de armas a
resistir en el castillo, pero fue herido por una bala que le rompió una pierna
y le lesionó la otra. Desde Niccolo Orlandini, la tradición ha situado la
providencial herida en el 20 mayo 1521, lunes de Pentecostés. La rendición del
castillo se produjo el 23 ó 24 del mismo mes. La herida de Iñigo fue grave,
como consta por la deposición del alcaide del castillo, Miguel de Berrera. Tras
las primeras curas, practicadas por los franceses, fue llevado por sus paisanos
a su casa de Loyola, donde sufrió una dolorosa operación, soportada con gran
fortaleza. Su estado fue empeorando y el 28 junio fue el día crítico, pero
aquella misma noche empezó a mejorar. Una vez repuesto, quiso que le cortasen
un hueso de la pierna, que le habría impedido calzarse una bota «muy justa y
muy polida» que deseaba llevar.
II. CONVERSIÓN y
PEREGRINACIONES (1521-1524)
Durante su
convalecencia pidió que le diesen libros de caballerías para entretenerse, pero
al no encontrarse en la casa, le dieron a leer la Vida
de Cristo por el
cartujo Ludolfo de Sajonia, traducida al español por Ambrosio Montesino y
publicada en Alcalá hacia 1502 o 1503. También le ofrecieron el Flos
Sanctorum de Jacobo
de Varazze, en una traducción prologada por el cisterciense Gauberto Maria
Vagad. La lectura de estos libros le provocó una lucha interior que le abrió el
paso a su conversión, a través de la discreción de espíritus. Se dio cuenta de
que, cuando se entretenía en pensamientos mundanos, entre los que dominaban los
servicios que podría hacer en favor de una dama innominada, encontraba gusto en
ellos, pero después se sentía árido y descontento; mientras que cuando pensaba
en imitar a los santos, cuyas vidas estaba leyendo, no sólo se consolaba con
estos pensamientos, sino que después de dejados, quedaba contento y alegre. La
pregunta que se hacía a sí mismo era: «¿Qué sería si yo hiciese lo que hicieron
Santo Domingo y San Francisco? y se proponía: ¿Santo Domingo hizo ésto? Pues yo
lo tengo de hacer. ¿San Francisco hizo ésto? Pues yo lo tengo de hacer.»
Decidió romper con su vida pasada y empezar una nueva. Su primer propósito fue
realizar una peregrinación a Jerusalén. Para imitar a los santos se daría a
largas oraciones y penitencias.
Rompiendo la resistencia que le opuso su
hermano mayor, salió de Loyola en febrero 1522, con el plan de dirigirse a
Barcelona y de allí a Roma, para procurarse el necesario permiso del Papa en
orden a su peregrinación. Se detuvo en el santuario mariano de Aránzazu, donde
probablemente hizo voto de castidad. Él nos dice que este voto lo hizo en el
camino hacia Montserrat, donde se preparó por un tiempo a una confesión
general, que duró tres días, y a la vela de armas, que realizó ante la imagen
de la Virgen morena en la noche del 24 al 25 marzo 1522.
El 25 marzo «en amaneciendo, partió por no
ser conocido, y se fue, no el camino derecho de Barcelona, donde hallaría
muchos que le conociesen y le honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice
Manresa». Su idea era quedarse en Manresa algunos días en un hospital y anotar
algunas cosas en un libro «que él llevaba muy guardado y con el que iba muy
consolado»- De hecho, su estancia en Manresa se prolongó unos once meses, y
puede dividirse en tres períodos: uno de calma casi en un mismo estado
interior; el segundo, de terribles luchas interiores, dudas y escrúpulos acerca
pasadas, con tentaciones de suicidio; el tercero consolaciones e ilustraciones
divinas, que tuvieron por objeto el misterio de la Eucaristía y otros. Por
efecto de estas luces llegó a decir que, aunque no hubiese la Sgda. Escritura,
él creería en los artículos de la fe solamente por la luz que había recibido en
Manresa. La más extraordinaria de estas gracias fue la que suele llamarse
“eximia ilustración”, que recibió a orillas del río Cardoner, una vez que se
dirigía al monasterio de San Pablo. No precisó a su confidente, el P. Luis
Gonçalves da Càmara lo que allí se le comunicó, pero sí que desde aquel momento “Le
parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía
antes". Añadió
que, si juntase todas las ayudas que había recibido de Dios hasta entonces (en
1555), «no le parece haber alcanzado tanto
como de aquella vez sola». A
esta ilustración aludía, con toda probabilidad, al fin de su vida cuando, al
ser preguntado por algunas cosas introducidas en la Compañía de Jesús, se
refería a «un negocio que pasó por mí en Manresa). Lo que allí vio,
probablemente, fue el nuevo rumbo que había de imprimir a su vida: cambiar el
ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de las almas, con
compañeros que quisiesen seguirle en la empresa. En este sentido deben
entenderse las meditaciones del Reino y de las Banderas, de los Ejercicios, en
las que Jerónimo Nadal vio una estrecha relación con el fin que se había de dar
a la Compañía de Jesús. En este tiempo de Manresa hizo «cuanto a la
substancia», según expresión de Diego Laínez, los Ejercicios Espirituales, que
practicó antes de escribirlos. Como dice Polanco «después el uso y experiencia
de muchas cosas le hizo más perfeccionar su primera invención; que, como mucho
labraron en su misma ánima, así él deseaba con ellos ayudar a otras personas”.
En febrero 1523 dejó Manresa para ir a
Barcelona, desde donde, hacia el 20 marzo, se embarcó para Gaeta, para
proseguir viaje a Roma. El documento pontificio concediéndole el permiso para
peregrinar a Jerusalén lleva la fecha del 31 marzo 1523. Después de pasar en
Roma la fiesta de Pascua (5 abril), el 13 ó el 14 emprendió el viaje a Venecia.
Allí participó, junto con los demás peregrinos, en la procesión del día de
Corpus. No teniendo dinero para pagarse el viaje a Jerusalén ni queriendo
servirse de los buenos oficios del embajador de España, gracias a la
recomendación de un español que le había socorrido a su llegada a Venecia, tuvo
una audiencia con el dux Andrea Gritti, quien mandó que fuese admitido en el
barco que llevaba a Chipre al nuevo embajador de la Serenísima. De la
peregrinación a Jerusalén se tienen detalles, además de los consignados por
Iñigo en sus memorias, por las relaciones escritas por dos de sus compañeros:
el zuriqués Meter Füssly y el estrasburgués Philipp Hagen. Embarcándose en
Venecia el 14 de julio de 1523, llegaron a Jerusalén el 4 de septiembre. Iñigo
siguió a sus compañeros en la visita a los Santos Lugares. Pero su intención secreta
era quedarse allí establemente, en parte para satisfacer a su devoción y en
parte para ejercitar su apostolado con sus habitantes. Con todo, el provincial
de los franciscanos, encargados de la Custodia de la Tierra Santa, se opuso
tenazmente a aquel proyecto por el peligro que corría la seguridad personal de
los forasteros en la región. Iñigo se vio, pues, forzado a renunciar a su sueño
y emprender el viaje de vuelta. Salió de Jerusalén el 23 de septiembre y, tras
muchas peripecias, llegó a Venecia a mediados de enero de 1524.
III. ESTUDIOS
(1524-1535)
Durante todo el viaje estuvo pensando qué
haría en adelante. Su decisión fue estudiar en Manresa, bajo la dirección de un
monje cisterciense del monasterio de San Pablo, pero cuando fue a visitarlo, se
enteró de que había muerto. Se instaló entonces en Barcelona, donde una
bienhechora, Isabel Roser, se comprometió a cuidar de su sustento, y un maestro
de gramática, el bachiller Jerónimo Ardévol, a enseñarle gratis. Así, a sus 33
años, empezó a estudiar latín. Tropezó con una dificultad, que resolvió con el
recurso al discernimiento espiritual. Cuando se ponía a estudiar, le venían
grandes ilustraciones espirituales que, al estorbarle en el estudio, vio que no
procedían del buen espíritu. Prometió, entonces, en la iglesia de Santa María
del Mar, a su maestro que asistiría a sus lecciones por dos años, mientras
encontrase pan y agua para sustentarse. Con esta reacción eficaz venció aquella
tentación contra sus estudios. Sin embargo, no pudo menos de dar desahogo a su
celo, conversando con personas espirituales y dando los ejercicios a algunas de
ellas. Además, reunió a sus tres primeros compañeros, que le siguieron a Alcalá
y Salamanca.
Pasados dos años,
siguió el consejo de su maestro y se trasladó a Alcalá para cursar la
filosofía. Estuvo en la ciudad desde marzo 1526 a junio 1527, dedicado más a
sus actividades apostólicas que al estudio. Dio a algunas personas los
Ejercicios leves, según las normas de la anotación 18º del libro. El extraño
modo de vestir que él y sus compañeros usaban y sus reuniones para hablar de
cosas espirituales, infundieron sospechas en las autoridades eclesiásticas,
precavidas contra las desviaciones de los alumbrados de la región. Se le
hicieron tres procesos. En el primero, los inquisidores interrogaron a algunos
testigos, tras lo cual dejaron la causa en manos del vicario diocesano en
Alcalá, Juan Rodríguez de Figueroa. Este impuso a Iñigo y a sus compañeros que
tiñesen sus vestidos. Pasando adelante en los interrogatorios, fue encarcelado
por espacio de cuarenta y dos días. El 1 junio 1527 se dio la sentencia, por la
que se les mandaba que cambiasen sus vestidos por los ordinarios de los
estudiantes y que no enseñasen a nadie los mandamientos ni otras cosas de la fe
católica, hasta haber estudiado tres años cumplidos. Viendo que se le impedía
ayudar a las almas, decidió seguir sus estudios en Salamanca, donde encontró
las mismas dificultades. Sus conversaciones espirituales suscitaron sospechas
entre los dominicos del convento de San Esteban, que le sometieron a
interrogatorio: hablar de cosas de Dios sólo podía hacerlo quien hubiese
estudiado o quien recibiese luz especial del Espíritu Santo. Iñigo no había estudiado,
luego hablaba por el Espíritu; y esto es lo que a ellos les hacía sospechar. Si
en Alcalá había prevención contra los alumbrados, en Salamanca la había contra
el movimiento erasmista. Iñigo y Calixto de Sa, su compañero, fueron puestos en
la cárcel durante un proceso que llevó adelante el bachiller Sancho Gómez de
Frías. A éste dio Iñigo «todos sus papeles, que eran los Ejercicios», para que
los examinase. El punto más delicado en el que se fijaron los jueces fue el de
la distinción entre pecado mortal y pecado venial. La duda fue la misma que en
Alcalá: ¿cómo podía hablar de aquellas materias sin haber estudiado? A los
veintidós días de cárcel, se les comunicó la sentencia: no había nada contra su
vida o doctrina, pero se les ordenó que no declarasen si una cosa era pecado
mortal o venial hasta después de haber estudiado cuatro años. La sentencia,
pues, recalcaba la de Alcalá. Quedó libre, pero viendo que se le cerraban las
puertas para el apostolado, se determinó ir a París para proseguir sus estudios.
Llegó a París el 2 febrero 1528 y decidió
repetir los estudios de humanidades en el colegio de Montaigu. Para su
alojamiento escogió el hospicio de Santiago, destinado a los peregrinos de
Compostela, pero, a causa de la distancia del colegio, tuvo que procurarse otra
habitación. Pensó ponerse al servicio de algún profesor, pero no lo halló.
Decidió entonces ir cada año a Flandes a pedir ayuda económica a los mercaderes
españoles de Brujas y Amberes. Estos viajes los hizo en 1529, 1530 y 1531.
Este último año fue a Londres, volviendo con más dinero que otras veces. Con lo
que recaudaba, podía no sólo proveer a su mantenimiento, sino aun ayudar a
otros estudiantes.
Al regreso del primero de estos viajes
intensificó sus conversaciones espirituales y dio los ejercicios a tres
estudiantes, que cambiaron totalmente su vida. Esto disgustó al rector del
colegio de Santa Bárbara, que amenazó a Iñigo con el castigo llamado la sala,
consistente en azotar al castigado en una sala del colegio. Delatado al
inquisidor Mateo Ory, Iñigo se presentó ante él, que le dijo que en efecto se
le habían quejado sobre su conducta, pero que no pensaba imponerle ninguna
sanción. Cursó la filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde tuvo como
compañeros al saboyano Pedro Fabro y al navarro Francisco Javier. Maestro de
todos ellos era Juan Peña, de la diócesis de Sigüenza. Los estudios filosóficos
comprendían tres cursos: los dos primeros trataban las súmulas y la lógica, el
tercero la física, metafísica y ética de Aristóteles. Iñigo obtuvo el grado de
bachiller en Artes en 1532, el de licenciado en 1533 y el de maestro en 1535,
aunque el diploma lleva la fecha de 14 marzo 1534, al estar datado al modo de
París, donde el año comenzaba a partir del día de Pascua, que en 1534 cayó en el
5 abril. Estudió teología durante año y medio, teniendo que interrumpirla por
motivos de salud.
IV. HACIA LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
(1535-1540)
Entre tanto se habían
juntado con Iñigo los compañeros que habían de fundar con él la Compañía de Jesús.
Todos ellos se proponían «servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del
mundo», como escribió Laínez, uno de ellos. Este plan se concretó en el voto de
Montmartre, que pronunciaron el 15 agosto 1534 y lo renovaron el mismo día los
dos años siguientes. En aquel voto prometieron vivir en pobreza y realizar una
peregrinación a Jerusalén. Si esperado un año, la peregrinación resultase
imposible, se ofrecerían al Papa, para que él los enviase allá donde juzgase
más conveniente. Hubo un punto que dejaron en suspenso: si, una vez llegados a
Jerusalén, permanecerían allí o regresarían. Por primera vez aparece en este
voto la persona del Papa como vicario de Cristo.
Iñigo salió de París para su tierra natal
a principios de abril. Al motivo de cuidar de su salud, se añadía el de visitar
a los parientes de sus compañeros españoles, que no pensaban volver a su
tierra, y resolver allí sus asuntos pendientes. Llegado a Azpeitia, estuvo tres
meses, viviendo en el hospital, sin querer hospedarse en su casa de Loyola, a
pesar de los ardientes ruegos de su hermano. Aprovechó aquella estancia para
promover por todos los medios que pudo el bien espiritual y moral de sus
paisanos. Hizo que se tocasen cada día las campanas de la parroquia y de las
ermitas del término de Azpeitia para que al oírlas, todos rezasen un Padre
nuestro, Ave María y Gloria Patri por los que estuviesen en pecado mortal.
Cortó los abusos del juego, los amancebamientos y uniones ilícitas. Promovió la
creación de una obra para el socorro de los pobres vergonzantes. Logró poner
fin a una larga controversia que oponía al clero y al patrono de la parroquia
de Azpeitia con un convento de monjas de la Tercera Orden de san Francisco.
Estando él allí y actuando como testigo, se firmó el 18 mayo 1538 un acuerdo
entre las partes.
Iñigo salió de Azpeitia el 23 julio 1535 y
se dirigió al pueblo de Obanos (Navarra), donde entregó una carta de Javier a
un hermano suyo. Pasó a Almazán (Soria), y visitó al padre de Laínez. Otras
etapas de su viaje fueron Sigüenza, Madrid y Toledo. En la cartuja de Vall de
Cristo (Segorbe) visitó a su antiguo ejercitante de París, Juan de Castro.
Prosiguió a Valencia, desde donde se embarcó para Italia.
Pasó todo el año 1536 en Venecia,
completando sus estudios teológicos y ejercitando el apostolado con
conversaciones y Ejercicios. Allí vivió con las limosnas que le enviaron sus
amigos de Barcelona y fue acogido en su casa por un señor «muy docto y bueno»,
que parece haber sido Andrea Lippomano, prior de la Trinidad. Mientras tanto, esperaba
a sus compañeros que salieron de Paris el 15 de noviembre de 1536. Tras un
viaje de cincuenta y cuatro días en medio de las inclemencias del invierno
llegaron a Venecia el 8 enero 1537. Todos ellos, menos Ignacio, salieron el 16
marzo para Roma, a pedir permiso al Papa para peregrinar a la Tierra Santa. Lo
obtuvieron el 27 abril, al mismo tiempo que la licencia para recibir las
órdenes sagradas los no sacerdotes, de parte de cualquier obispo, aunque fuese
fuera de las cuatro Témporas del año. El día de Corpus, 31 mayo, participaron
en la procesión, junto con los demás peregrinos de Jerusalén. Pero este año no
salió ningún barco con peregrinos, por los insistentes rumores de guerra con
los turcos.
Ignacio y sus compañeros recibieron las
órdenes de mano de Vicente Negusanti, obispo de Arbe (actual Rab, Croacia).
Ignacio difirió la celebración de su primera misa año y medio, hasta la noche
de Navidad de de 1538. Deseaba prepararse mejor para acto tan importante,
aunque quería, además, celebrarlo en Belén o en otro de los lugares de la
Tierra Santa. El grupo de compañeros tuvo que reconocer finalmente que la
proyectada peregrinación era imposible y, en consecuencia, decidió ponerse a
disposición del Papa. Pero antes de salir de Venecia Ignacio tuvo que resolver
un caso judicial. Había sido acusado de ser un fugitivo de España y de París,
perseguido por la Inquisición. El legado pontificio Verallo confió la causa a
su vicario Gaspar de’Dotti, quien instituyó un proceso en toda regla, tras el
cual pronunció una sentencia absolutoria, el 13 octubre 1537. Ignacio emprendió
el viaje a Roma, con Fabro y Laínez, a fines de octubre. Durante todo el viaje
experimentó muchos sentimientos espirituales, especialmente al recibir la
comunión. Uno prevaleció sobre los demás: una gran confianza de que Dios les
sería propicio en Roma. Al llegar a un lugar, llamado La Storta, a 16,5
kilómetros de Roma por la vía Cassia, tuvo una experiencia espiritual de
excepcional trascendencia. Relata en su Autobiografía (n. 96) que "haciendo
oración, tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan claramente que el Padre le
ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz de dudar de que el Padre le ponía
con su Hijo". Con esta expresión reveló la unión que desde entonces sintió
con Cristo. Laínez completó estos datos, añadiendo que la visión fue
trinitaria, y que en ella el Padre, dirigiéndose al Hijo, le decía: " Yo
quiero que tomes a éste como servidor tuyo" y Jesús, a su vez, volviéndose
hacia Ignacio, le dijo: "Yo quiero que tú nos sirvas" (FontNarr
2:133). La idea del servicio divino, tan central en los ejercicios, recibía una
confirmación definitiva. Aparte del influjo que ejerció en la vida interior de
Ignacio, esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la Compañía de
Jesús, empezando por el nombre de la nueva Orden, un nombre que era todo un
programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en
el servicio de Dios y bien de los prójimos.
En noviembre 1537, Ignacio entró
definitivamente en Roma. Allí, mientras los otros compañeros se dedicaban a
otras tareas apostólicas, él daba Ejercicios. Merecen señalarse los que dio en
Montecassino al doctor Pedro Ortiz, durante la cuaresma de 1538. En este año
tuvieron que sufrir los ataques de algunas personas influyentes, que esparcieron
rumores contra su vida y doctrina, repitiendo la acusación de que eran
fugitivos, ya procesados en otras ciudades por la Inquisición. La consecuencia
fue que los fieles se iban alejando de ellos; pero el mayor peligro consistía
en que, si las calumnias prosperaban, les sería imposible realizar los
proyectos que iban madurando. Por eso Ignacio quiso firmemente que se
instruyese un proceso formal, acabado con una sentencia. Procuró y obtuvo una
audiencia del Papa en Frascati, que mandó al gobernador de Roma, encargado de
la justicia, que instruyese un regular proceso. Fue providencial el por aquel
tiempo coincidiesen en Roma todos aquellos que habían juzgado a Ignacio en
Alcalá, París, principales del nuevo Instituto. Fueron aprobadas por los seis Padres
presentes en Roma. Tras este paso, el 8 abril se procedió a la elección de su
primer General, que recayó, por voto unánime, en Ignacio. Éste había dado el
suyo a aquel que tuviese más votos. Conocida su elección, pidió que se
repitiese después de una más madura reflexión. Pero la segunda votación, del
día 13, arrojó el mismo resultado. Entonces, Ignacio pidió tiempo para
deliberar, y puso el asunto en manos de su confesor, el franciscano Teodosio de
Lodi, del convento de San Pedro in Montorio. Allí Ignacio, en una confesión que
duró tres días, expuso a su confesor toda su vida y su estado presente, con
enfermedades y miserias corporales. El franciscano fue de parecer que debía
aceptar y, a petición de Ignacio redactó un informe escrito. Entonces, Ignacio
aceptó la designación. Era el 19 abril. Tras la elección del General, el 22 del
mismo mes hicieron todos los presentes la profesión en la basílica de San Pablo
extramuros; los ausentes la hicieron en fechas y lugares diferentes.
V. ACTIVIDAD EN ROMA
COMO GENERAL (1540-1556)
Salvo brevísimas ausencias, Ignacio
permaneció en Roma el resto de su vida. Resumiendo su actividad durante el
generalato, pueden distinguirse en él dos aspectos: su apostolado directo en la
ciudad de Roma y su acción de gobierno de la Compañía de Jesús.
En los quince años de
su gobierno logró dar a la Compañía de Jesús una organización ejemplar,
infundirle un espíritu y abrirle las puertas hacia un apostolado misionero. No
quiso tener hábito propio ni coro ni penitencias impuestas por regla ni tiempos
determinados de oración para los jesuitas formados. Todo ello para que los
jesuitas tuviesen aquella movilidad y disponibilidad que exigía su forma de
vida y su proyecto apostólico. Por lo mismo, no admitió una rama femenina de la
Compañía de Jesús ni quiso aceptar el cuidado habitual de religiosas sujetas a
su obediencia. Tampoco admitió dignidades eclesiásticas o civiles.
Ignacio fue, a un mismo tiempo, un
incansable hombre de acción y un ferviente contemplativo. Su más noble ideal
fue promover la mayor gloria de Dios por todos los medios a su alcance. Como
hombre de gobierno, dirigió a sus súbditos con prudencia y discreción. Amaba a
todos con amor de padre, y todos se sentían amados por él. Puso un acento
especial en la virtud de la obediencia, tanto como ejercicio de virtud, como
por ser instrumento de cohesión y eficacia en la labor apostólica. En su vida
personal fue un gran contemplativo, que experimentó especiales comunicaciones
divinas. Su unión con Dios adquirió un tono más elevado en la celebración de la
Misa, durante la cual fue dotado del don de lágrimas. A veces no podía
celebrarla por la debilidad de su salud, a la que perjudicaban tan fuertes
emociones.
Además del tiempo dedicado a la oración
formal, practicaba y recomendaba a los demás el ejercicio de buscar a Dios en
todas las cosas o, como escribió Nadal con frase feliz, fue "contemplativo
en la acción".
Su salud se resintió toda la vida de las
ásperas penitencias practicadas después de su conversión. Siempre tuvo dolores
de estómago; pero la autopsia, que le practicó el mismo día de su muerte el
cirujano Realdo Colombo, demostró que su enfermedad consistía en una litiasis
biliar, con reflejos que repercutían en el estómago. Murió en la madrugada del
31 julio 1556. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña iglesia de Santa Maria de
la Strada y, en sucesivas traslaciones, depositado en el actual altar de
dedicado a él en la iglesia del Gesù (Roma). Beatificado el 27 julio 1609 fue
canonizado por Gregorio XV el 12 marzo 1622 junto con Francisco Javier, Teresa
de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. Pío XI le nombró (1922) patrono de los
Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.
1 comentario:
Santo ilustrísimo San Ignacio! La perla de las órdenes religiosas!
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