martes, 24 de septiembre de 2019

Madre Católica Misión en la propagación de la Fe



















  UNA PALABRA A LA MUJER

¿Y creías tú, apreciabilísima lectora, que podíamos habernos olvidado de tí en esta obrita, tratando de cosa en que sueles tener parte tan principal como es la Propaganda católica? ¿Pensaste acaso que podíamos no dedicar exclusivamente para tí una página siquiera, entre tantas como hemos dedicado a materia que te es por todos conceptos tan simpática? Sabido es que en todas partes eres aún, gracias a Dios, el alma de la familia. El marido podrá ser el brazo, la cabeza, si se quiere, pero el alma eres tú, dicho sea sin ánimo de adularte. A tu dulce influencia se rinde a menudo lo que no se rinde a la voz misma de la Religión: a más de un marido, por ejemplo, y a más de un hijo mayor obligas en Cuaresma a cumplir con la parroquia; más de un domingo oyeron Misa por tu importunidad; más de cien veces no dejó de rezarse el Rosario junto al hogar en invierno, o al dintel de la puerta en verano, porque tú no diste paz ni sosiego hasta que se rezó. ¿Quién recuerda a los distraídos de casa los días de vigilia o de abstinencia? ¿Quién cuida que se cumplan puntualmente los votos, tal vez olvidados pasada la necesidad urgente que los reclamó? ¿Quién guarda y enciende cuidadosa la vela del monumento, y coloca en las ventanas la palma y el laurel benditos que preservan de la tempestad? Tienes en la vivienda del hijo del pueblo un verdadero ministerio: si por desgracia eres mala, eres lo peor del mundo, una harpía; si felizmente eres buena, eres en cierto modo un sacerdote doméstico. 
"Si por desgracia eres mala, eres lo peor del mundo, una harpía; si felizmente eres buena, eres en cierto modo un sacerdote doméstico"
¡Elevada misión! ¡Sublime destino! En tu juventud perfumas el hogar con el aroma de tus ejemplos piadosos: la niña cristiana embellece la casa del labrador, del artesano y del obrero; la rodea de cierto respeto y veneración pública, que resaltan más y más en medio de la pobreza y de las ocupaciones humildes. Esposa y madre, te son deudores de sus primeros pensamientos sobre Dios y sobre la otra vida una porción de seres a quienes crías a la vez para la tierra y para el cielo. 
"Crías a la vez para la tierra
          y para el cielo"
Las primeras semillas que han de producir en aquellas almas tiernas los generosos arranques de la juventud, las sólidas resoluciones, la inquebrantable constancia y la actividad enérgica de la edad viril, tú eres quien las deposita en sus corazones, y quien los riega, y quien los ve crecer con ansiedad y recelo, arrancando solícita cualquier otra raíz que pudiera afear la hermosura de aquel bello jardín! Tu mirada perspicaz descubre en la inquietud del adolescente sus primeros extravíos, que suelen ser a la vez sus primeros desengaños; tu palabra viva excita el remordimiento saludable y produce mil veces el retorno al bien en aquella edad de tan fáciles seducciones. Si la espina se ha clavado ya muy honda, ¿a quién se descubre con más confianza que a ti? ¿Cuántos hijos ha reconducido a Dios y al confesor la insinuación delicada de la madre? Por miras muy elevadas, ¿no ha colocado también Dios en el centro de esa gran familia que formamos todos los hombres, a otra Mujer que es Madre de todos ellos? ¡Cuán hermosa semejanza puede tener tu misión en la familia, con la grandiosa misión de la Virgen María para con todo el linaje humano! Orar, guiar, interceder, ¿no es este un suavísimo programa que realiza ella, y en el cual tienes no poco que meditar y que aprender? Los hombres, ha dicho quien podía saberlo muy bien, hacen las leyes, pero las mujeres hacen las costumbres.
"Los hombres, ha dicho quien podía saberlo muy bien, hacen las leyes, pero las mujeres hacen las costumbres"
 Y ¿quién tiene más importancia en el mundo, el autor de las leyes o el de las costumbres? Las leyes sin las costumbres son papel mojado: por esto el Propagandista, que no pretende formar leyes, sino costumbres, ha de buscar siempre y en todas partes tu cooperación, sabiendo que eres la mejor confeccionadora de tal género, y la mejor maestra en tal escuela. ¡Hijas! ¡Esposas! ¡Madres! a esa gran obra os invito, y de sus resultados no respondo yo, sino Dios. Ayudad a la Propaganda, que a todas viene a ayudaros. ¡Dichosa ella si en vuestro modesto hogar puede derramar con vuestra ayuda una gota sola de consuelo, depositar un grano solo de buena semilla, desvanecer un átomo solo de preocupación! Los tiempos de revolución son crueles para el corazón de la mujer, pero muy especialmente para el de las pobres madres de familia. 

Aparte del sin número de calamidades materiales que traen consigo, la calamidad más deplorable, aunque sea tal vez la menos deplorada, es la ruina de tantos y tan hermosos corazones que son arrastrados por la espantosa corriente. El quebranto de los públicos intereses, la decadencia de las fortunas privadas, la profanación de los altares, el incendio que devora los pueblos y las mieses, la sangre misma que riega nuestras campiñas, son espectáculo menos desastroso y desconsolador, si bien se considera, que el vértigo que se apodera de las inteligencias, y la devastación moral que el sofisma y el mal ejemplo producen en las costumbres. ¡Desgraciadas madres, cuyos hijos saludan los albores de la juventud en tan críticos períodos de la historia! ¡Ver convertirse a aquel ser dócil, sumiso, creyente, quizá fervoroso, en altanero, procaz, blasfemador, vilipendiador de todo lo respetable! ¡Ver aparecer de repente la sonrisa amarga de la duda en aquellos labios que hasta entonces sólo conocieron las de la inocencia! ¡Ver dibujarse el primer rasgo de Lucifer en aquella frente hasta entonces angelical! Comprendo que todas las madres sean por instinto reaccionarias. Comprendo que la impiedad se esfuerce lo primero en apartar a sus infelices adeptos del hogar doméstico, y que vean en él un enemigo jurado de las agitaciones de la plaza pública. Comprendo que un periódico demagogo haya escrito en sus infernales columnas estas palabras, que todavía me espantaron cuando las leí, a pesar de que no me era desconocida la idea: «La primera tiranía de que hay que emancipar al ciudadano del porvenir es la tiranía de la madre. El hogar doméstico es el baluarte de todos los despotismos.» ¡Ah! ¡Cuántas madres que leen estas líneas están quizá rompiendo en llanto ahora mismo, y me dicen con voz entrecortada: «¡Sí, sí, tenéis razón, eso nos pasa! ¡Cuánta razón tenéis!» Pues bien, ¡madres católicas! ¡Madres españolas! No para vano alarde de sentimentalismo, no para lograr haceros saltar una lágrima, recompensa para mi más preciosa que todos los aplausos, me he atrevido hoy a sacar al público vuestras secretas amarguras. No, más alto es mi objeto. Oíd bien lo que voy á deciros, porque aunque sólo una vez me he dirigido especialmente a vosotras en esta obrita, he pensado en vosotras constantemente al escribir cada uno de sus capítulos. Pues bien: si algún derecho tengo a ser escuchado, escuchad y grabad en vuestro corazón estas palabras que voy a deciros. Madres católicas, madres españolas; sois una potencia formidable, una influencia poderosísima en la sociedad. Vuestros propios enemigos lo confiesan. Poned, pues, esta influencia poderosísima al servicio del bien y de la Religión; no tengáis ociosa esta arma que el cielo ha colocado en vuestras manos para hacerla quizá instrumento de sus más gloriosas victorias. Amáis y sois amadas. He aquí la fórmula, el secreto de vuestro poder. No os contentéis, pues, con estériles gemidos o con impotentes declamaciones. Vuestro es el corazón de vuestros hijos, y pues sois dueñas del corazón, sois dueñas de todo el hombre. Emplead, emplead la fuerza mágica de vuestra voz, las mil y mil delicadezas de vuestro ascendiente, el seductor encanto de vuestras caricias, el poder irresistible de vuestras lágrimas para volver a Dios y a su Iglesia esos corazones que la impiedad ha robado a vosotras y al cielo. Orad sobre todo, que la oración de la madre es la que indudablemente tiene mejor acogida en la audiencia celestial después de la oración de la Iglesia, que es madre de todos, y de la oración de María, que es Madre nuestra y de Dios. Orad y hablad; orad y prodigad sonrisas; orad y dirigid amenazas; orad y suplicad con llanto; ¿qué hijo resistirá al doble poder de lo más humanamente irresistible, que es la sonrisa, la amenaza y el llanto maternal, cuando todo esto va acompañado de lo más divinamente poderoso, que es la oración? Los momentos son preciosos. La agitación social ha llegado en Europa a su colmo, y empieza a entrar tiempo ha en un período de visible decadencia. A la época de las embriagadoras ilusiones va sucediendo la de los desengaños. Pero el desengaño sin la vuelta a la fe es la desesperación. Salvad de ese último abismo a vuestros hijos desengañados, retornándolos a la fe y abriendo otra vez ante sus ojos los purísimos y dilatados horizontes de la esperanza. Después de Dios la suerte de la sociedad está quizá en vuestras manos. ¿Qué día tendrá toda su plenitud y desarrollo ese dulcísimo apostolado de las madres cristianas? Rogamos entre tanto a todas las madres que nos leyeren, procuren su difusión y le hagan objeto preferente de sus oraciones.

P. Félix Sardá y Salvany, Apostolado Seglar, LXI, Una palabra a la mujer.


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