lunes, 30 de diciembre de 2019

Acabar el año a lo mundano y a lo Cristiano

   Hemos leído, no sabemos dónde, ser costumbre de ciertos pueblos aguardar entre las emociones de un baile o de un banquete las doce de la noche del último día de diciembre y la subsiguiente entrada del primero de Año nuevo.   


   Comprendemos perfectamente la idea. Se reduce a ahogar en placeres y devaneos el severo recuerdo del año que expira y el del otro que va a empezar; es sencillamente levantar un poco de ruido en el corazón, aturdirse algún tanto para sentir menos esa aldabada convulsiva que nos da el año saliente al pasar rápido delante de nosotros para dar lugar al año entrante, como para advertirnos que no somos más duraderos que él y que no menos que a él va a tragarnos en breve la eternidad. Es puramente cuestión de miedo. El mundano se atolondra con sus locuras para distraerlo, del mismo modo que el niño cobarde canta y grita en la obscuridad para disimular su pavura.

El cristiano fiel ve muy de otra manera morir y renacer los años. Agradece a Dios los transcurridos, y espera de su bondad los que todavía le quiere conceder. Da una ojeada sobre los primeros para corregir los tropiezos de su vida si los hubo, y otra sobre los segundos para afirmarse en el bien y asegurarlo con nuevas resoluciones. Contempla sobre todo los beneficios sin número que le ha prodigado Dios, y los agradece, y pide su continuación confiado.

Con tales consideraciones procuran muchas almas cristianas despedir al año que se va, y dar la bienvenida al año que se viene. Para eso pasan muchos en meditación la hora última del día 31 de diciembre. Y en varias casas religiosas, y en alguna parroquia, se expone el Santísimo Sacramento al anochecer de este día y se le dedican las últimas horas de él.

De un modo o de otro de éstos quisiéramos santificasen tal día nuestros buenos lectores. Consideren los amigos y conocidos que de su lado ha arrebatado la muerte en los últimos doce meses; reflexionen lo que para ellos mismos se ha acortado el plazo que les separa de la eternidad; vean qué dones han recibido del cielo y cuántos han aprovechado y cuántos malbaratado; examínense a sí propios, cómo viven, cómo morirían si hubiesen de morir hoy, y qué sentencia fuera la suya si hoy debiesen ser juzgados. Y si algo aman su propia alma, apresúrense a vivir ese poco que todavía les resta vivir, en conformidad con estas reflexiones. Más nuevas y más halagüeñas las puede haber, pero no más verdaderas y que más de cerca nos interesen.

(Sardá y Salvany, D. Félix; Año Sacro, Tomo I. Barcelona: Editorial Ramón Casals, 1953)

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