miércoles, 27 de mayo de 2015
DON DE FORTALEZA (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
DON DE
FORTALEZA
Por el don de ciencia hemos aprendido lo que debemos hacer
y lo que debemos evitar para vivir conforme al deseo de Jesucristo, nuestro divino
Jefe. Necesitamos, ahora, que el Espíritu Santo ponga en nosotros un principio, del que podamos
sacar la energía que debe ser nuestro sostén durante el camino que acaba de señalarnos. Debemos,
en efecto, contar con obstáculos, y el gran número de los que sucumben es
muestra palpable de la necesidad que tenemos de ayuda. El socorro que nos envía
el Espíritu Santo es el Don de fortaleza, con cuyo perseverante ejercicio nos será posible y aun fácil el
triunfar de todo aquello que podría torcer nuestra marcha.
En las
dificultades y pruebas de la vida, el hombre se deja llevar por la debilidad y
el abatimiento, o por un ardor natural que tiene su fuente, o en el
temperamento, o en la vanidad. Esta doble disposición contribuye poco a la
victoria en los combates que el alma debe sostener para su salvación. El
Espíritu Santo aporta un elemento nuevo, esta fuerza sobrenatural, que le es
tan propia, que al instituir el Salvador sus Sacramentos estableció uno,
dándole como fin especial el otorgarnos este divino Espíritu, como principio de
energía. No cabe duda, pues, que teniendo que luchar en esta vida contra el
demonio, el mundo y la carne, necesitemos algo más para resistir que la
pusilanimidad y la audacia. Necesitamos un don especial que ponga límite a
nuestra timidez y temple al mismo tiempo nuestra excesiva confianza en nuestras
propias fuerzas. El hombre fortificado así por la obra del Espíritu Santo
saldrá victorioso seguramente, porque la gracia suplirá en él a la debilidad de
la naturaleza, al mismo tiempo que templará su ardor.
Dos necesidades
encuentra el cristiano en su vida; necesitará poder resistir y poder soportar. ¿Qué
podrá él contra las tentaciones de Satanás si la fortaleza del Espíritu Santo
no viene a rodearle de una armadura celestial y a fortificar su brazo? No es el
mundo un adversario menos temible si se considera el número de víctimas que
hace cada día por la tiranía de sus máximas y de sus pretensiones. ¡Cuán grande
debe ser la asistencia del Espíritu divino cuando procura hacer invulnerable al
cristiano a los flechazos mortíferos, que causan tantas heridas a su alrededor!
Las pasiones del
corazón humano no son menor obstáculo a su obra de salvación y de santificación;
obstáculo tanto más temible cuanto es más íntimo. Es necesario que el Espíritu Santo transforme el corazón, que le enseñe a renunciarse a
sí mismo cuando la luz celestial nos señala otro camino distinto del que seguimos guiados
por el amor y búsqueda de nosotros mismos.
¿Qué fortaleza divina no se necesita para "odiar hasta la propia
vida" cuando lo exige Jesucristo(1), cuando se trata de elegir entre dos
señores, cuyo servicio común es incompatible?(2). El Espíritu Santo obra
diariamente estos prodigios, por medio del don que nos ha otorgado, si no
despreciamos ese don, si no lo anulamos con nuestra cobardía o con nuestra
imprudencia. Enseña al cristiano a dominar sus pasiones, a no dejarse conducir
por estos guías ciegos, a no ceder a sus instintos sino cuando van unidos al
orden que ha establecido.
A veces no se
contenta sólo con que el cristiano resista interiormente a los enemigos de su alma; exige una protesta abierta contra el error y el mal,
si así lo pide el deber del estado, o la posición en que se halla. Entonces no hay que hacer caso
de esta especie de desprecio que va anejo al nombre de cristiano y que no debe de extrañarle
si se acuerda de las palabras del Apóstol': "si buscase agradar a los hombres, no sería
siervo de Cristo". El Espíritu Santo no puede faltar nunca, y cuando se
encuentra con un alma resuelta a valerse del don de Fortaleza, cuya fuente es
El, no sólo le asegura el triunfo, sino que diariamente la pone en estado de
paz, de plena seguridad y de valor con que logra la victoria sobre las
pasiones.
Tal es la aplicación
que el Espíritu Santo hace del don de Fortaleza en el cristiano que
debe ejercitarse en la paciencia. Hemos dicho que este don
precioso lleva consigo, al mismo tiempo, la energía necesaria para soportar las pruebas,
con cuyo precio adquirimos nuestra salvación. Hay escenas de espanto que aminoran nuestro
empuje y que pueden conducir al hombre a una ruina total. El don de Fortaleza
las desvanece y reemplaza por una calma y seguridad que desconciertan a la
naturaleza. Contemplad a los mártires, y no sólo a un San Mauricio, jefe de la
legión Tebea, curtido ya en la lucha del campo de batalla, sino a Felicidad, madre
de los siete hermanos Macabeos; a Perpetua, noble matrona cartaginesa, para la
que el mundo era todo halagos; a Inés, niña de trece años, y a tantos otros
millares, y decid si el don de Fortaleza es estéril en sacrificios. ¿Qué ha
sido del miedo a la muerte, de esta muerte cuyo solo pensamiento nos estremece
muchas veces? ¡Y estas generosas ofrendas de una vida inmolada en el
renunciamiento y privaciones, con el fin de encontrar a Jesús enteramente y seguir
sus huellas lo más cerca posible! ¡Y tantas existencias ocultas a las miradas
distraídas y superficiales de los hombres, existencias que tienen como
fundamento el sacrificio, cuya serenidad no quebrantaron nunca las más duras pruebas
y que diariamente aceptan pacientes su nueva cruz! ¡Qué trofeos para el
espíritu de Fortaleza! ¡Qué sacrificios ante el deber sabe producir! Y si el
hombre por sí mismo no es casi nada, ¡cómo se agranda con la acción del Espíritu
Santo!
Ayuda también él
al cristiano a vencer la triste tentación del respeto humano, elevándole por encima de las consideraciones del mundo, que dictan
otra conducta; el que incita al hombre a preferir al vano honor del mundo, la gloria
de no haber violado los mandamientos de su Dios. Este espíritu de Fortaleza nos
hace aceptar los reveses de fortuna como otros tantos designios misericordiosos
del cielo, el que mantiene firme el valor del cristiano en las pérdidas tan dolorosas de seres queridos, en los sufrimientos
físicos que harían de la vida una carga insoportable, si no supiera que son
visitas del Señor. Es, en fin, como leemos en las vidas de los Santos, quien se
sirve de las mismas repugnancias de la naturaleza para producir esos actos
heroicos en que la creatura humana parece sobrepasar los límites de su ser,
para elevarse al grado de espíritus impasibles y glorificados.
¡Espíritu de
fortaleza, que moras cada día más y más en nosotros, presérvanos de la seducción
de este siglo! En ninguna época ha sido tan débil la energía de las almas, ni
tan poderoso el espíritu del mundo, ni tan insolente el
sensualismo, ni tan pronunciados el orgullo y la independencia. Ser fuerte
consigo mismo es hoy algo tan singular, que despierta la admiración de los que
son testigos: ¡tanto terreno van perdiendo las máximas evangélicas! ¡Detennos en
esta pendiente, que nos arrastrará, como a tantos otros, oh Espíritu divino!
Permite que te dirijamos, en demanda suplicante, los votos que hacía Pablo por
los cristianos de Éfeso y que podamos reclamar de tu magnanimidad "esta armadura
divina para que podamos resistir en el día malo y permanecer perfectos en todas
las cosas. Ciñe nuestros lomos con la verdad, revístenos de la coraza de
justicia y pon a nuestros pies el Evangelio de la paz con un calzado indestructible;
ármanos en todo momento del escudo de la fe con que podamos apagar los encendidos
dardos del maligno enemigo. Cubre nuestra cabeza con el yelmo de salud y en
nuestra mano pon la espada del espíritu, que es la palabra de Dios"', con
cuya ayuda, como el Señor en el desierto, podremos derrotar a todos los
enemigos. Espíritu de Fortaleza, que así sea.
1. Juan, XII, 25.
2.
Mateo, VI, 24.
1 Gal., I, 10.
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