miércoles, 27 de mayo de 2015

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)

 
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO 
Debemos exponer durante toda esta semana las diversas operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia y en el alma fiel; pero es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas que hemos de presentar. Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el Don Supremo que el Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que procede de ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger este septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra; salvación y nuestra santificación.
   Los siete dones del Espíritu Santo son siete energías que se digna depositar en nuestras almas, cuando se introduce en ellas por la gracia santificante. Las gracias actuales ponen en movimiento simultánea o separadamente estos poderes divinamente infundidos en nosotros, y el bien sobrenatural y meritorio de la vida eterna es producido con el consentimiento de nuestra voluntad.
   El profeta Isaías, guiado por inspiración divina, nos ha dado a conocer estos siete Dones en aquel pasaje en que, al describir la acción del Espíritu Santo sobre el alma del Hijo de Dios hecho hombre, al cual nos lo representa como la flor salida del tallo virginal que nace del tronco de Jessé, nos dice: "Sobre él descansará el Espíritu del Señor, el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el de Consejo y el de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad; le llenará el Espíritu de Temor de Dios" (1). Nada más misterioso que estas palabras; pero se prevé que lo que estas palabras expresan no es una simple enumeración de los caracteres del Espíritu divino, sino más bien la descripción de los efectos que realiza en el alma humana. Así lo ha entendido la tradición cristiana expuesta en los escritos de los antiguos Padres y formulada por la Teología.
   La sagrada humanidad del Hijo de Dios encarnado es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró en ella para santificarla debe en proporción tener lugar en nosotros. Puso en el Hijo de María las siete energías que describe el Profeta; los mismos dones están reservados al hombre regenerado. Se debe notar la progresión que se manifiesta en su serie. Isaías puso primero el Espíritu de Sabiduría, y concluye con el Temor de Dios. La Sabiduría es, en efecto, como veremos, la más alta de las prerrogativas a que puede estar elevada el alma humana, mientras que el Temor de Dios, según la profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y el bosquejo de esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de Jesús destinada a contraer la unión personal con el Verbo haya sido tratada con dignidad particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo que ser infundido en ella de una manera primordial, y que el Don de Temor de Dios, cualidad necesaria a una naturaleza creada, fué puesto en ella como un complemento. Para nosotros, al contrario, frágiles e inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el edificio, y por él nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une con Dios. En orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el hombre sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le fueron dados en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la reconciliación, si tuvo la desgracia de perder la gracia santificante por el pecado mortal.
   Admiremos con profundo respeto el augusto septenario que se halla impreso en toda la obra de nuestra salvación y de nuestra santificación. Siete virtudes hacen al alma agradable a Dios; por los siete Dones, el Espíritu Santo la encamina a su fin; siete Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación y de la redención de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de Pascua, el Espíritu es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella el reino de Dios. No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar sacrilegamente la obra divina, oponiendo el horroroso septenario de los pecados capitales, por los cuales procura perder al hombre que Dios quiere salvar.


(1) Isaias, XI, 2-3

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