sábado, 31 de octubre de 2015
Carta a “conservadores” perplejos
Apelación vibrante y, a su vez, ponderado diagnóstico de una crisis que ni los peores agoreros hubieran previsto hace unas décadas. Describe con no huraño verismo las condiciones en las que hoy se desenvuelve esa piedad ausente de los templos mayores, de las parroquias.Y propone algo concreto.
Publicado originalmente en Radio Spada, al pie del texto original puede leerse la lista de los adherentes.
Nos dirigimos a vosotros, queridos interlocutores, ahora que ha llegado el final de este Sínodo, al tiempo que contemplamos el montón humeante de escombros de la doctrina católica sobre el matrimonio. De aquel imponente edificio sobre cuyos cimientos fue edificada durante siglos la civilización cristiana, no queda casi nada. Aligerado el divorcio, archivada la indisolubilidad, entronizada en el altar del derecho canónico la subjetividad más desenfrenada, de la antigua sacralidad de la nupcias católicas no quedan sino sombras confiadas a la buena voluntad individual y relativizadas por una pastoral que ha neutralizado la doctrina. Eso sí: todo se ha consumado con la exaltación simbólica de la doctrina pero empujándola por sus espaldas al fango de una falsa pastoral.
En esta coyuntura nos ha parecido necesario escribiros, no sin cierto temor, como se escribiría a un amigo a quien se ha dejado de frecuentar hace tiempo y con quien se ha perdido la familiaridad. Vosotros sois aquellos que han intentado en las últimas décadas “salvar lo salvable”, eligiendo una y otra vez siempre un “mal menor” (que coincidía gradualmente y siempre más con el mal mayor); nosotros somos aquellos que han tratado de defender el Bien mayor, con nuestras limitaciones y con las consecuencias que esto implica.
Os escribimos desde nuestros sótanos oscuros, desde nuestros cobertizos convertidos en decorosísimas capillas, desde húmedas capillas privadas de provincia; os escribimos desde nuestros barrocos bajo-escaleras honrados por la celebración de la Misa católica, por la administración de los Sacramentos y por la enseñanza de la recta doctrina.
Os escribimos agradeciendo a Dios, que nos ha concedido la gracia y la fortuna favorable de recalar en estos pequeños espacios, en donde planeamos permanecer mucho más tiempo, y movidos por amistoso espíritu de benevolencia, a pesar de la dolorosa separación teológica que a menudo ha distinguido nuestro intercambio con vosotros.
Podríamos dirigirnos al pasado, reprochando vuestras pías ilusiones, vuestras cautelas, vuestras estudiadas prudencias, incluso, a veces, vuestro calculado desprecio hacia nosotros, pero no lo haremos: preferimos reconocer vuestro dolor sincero de hoy, la perplejidad respecto de la actual aceleración de la crisis de la Iglesia, la consternación frente a los dichos y a los hechos de Bergoglio y sus acólitos.
Aníbal no está a las puertas: se encuentra dentro de la ciudadela de Dios, Aníbal está entronizado en el castillo. Lo que os pedimos, entonces, es un acto de fe y luego, por supuesto, de coraje, y al mismo tiempo un acto de reconocimiento histórico del pasado en conformidad con una eficaz y coherente “hermenéutica de la discontinuidad”. El “católico conservador” ha creído posible redimensionar el alcance revolucionario y subversivo del Concilio Vaticano II, se ha acunado con las ilusiones de la Nota Praevia,ha llorado con el Credo de Paulo VI, juró sobre la Humanae Vitae, aceptó la imposición universal del Novus Ordo, abandonando a menudo la Misa romana a la custodia de unos pocos -y libres. Cuando llegó Juan Pablo II alabó su anticomunismo restaurador, contentándose con que rigiera (al menos periodísticamente) sobre la moral, mientras la vergüenza del ecumenismo y de una eclesiología destartalada y bochinchera salpicaban de escándalos el Cuerpo Místico. Más aún, con Benedicto XVI el “católico conservador” creyó haber tenido ganada la partida, mientras los sutiles y modernistas sofismas del docto bavarés, como en una falsa restauración, insinuaban nuevas etapas del curso revolucionario.
Pensamos que la medicina de la Verdad no puede separarse de la benevolencia: por eso os escribimos hoy, pidiéndoos reflexionar sobre la realidad eclesial y que elijáis el camino angosto de la afirmación de la Verdad católica toda entera, sin simulaciones y sin alteraciones. Esta elección implica una separación, una dislocación de los católicos de hoy en pequeños grupos que se esfuercen y combatan para mantener un católico y vandeano “retorno al bosque”, a la espera de poder volver a las iglesias hoy ocupadas por el culto del Hombre y de sus pasiones antes que por el Culto Divino.
¡Llegó la hora de dar el paso! ¡Llegó la hora de reconocer el árbol por sus frutos! ¡Llegó la hora de decir dónde está el problema: en el Concilio Vaticano II!
Nuestras energías están disponibles, el Buen Combate nos aguarda y nosotros os esperamos a nuestro lado.
Os damos las gracias por vuestra atención.
In Christo Rege et Maria Regina.
(Visto en MATER IMMACULATA)
viernes, 31 de julio de 2015
San Ignacio de Loyola, Patrono de los Ejercicios Espirituales
Biografía de San Ignacio
Su nombre era Iñigo López de Loyola, que
cambió entre 1537 y 1542 por el de Ignacio «por ser más universal», o «más
común a las otras naciones». Según la tradición, fue el último de los ocho
hijos varones de Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y Marina Sánchez de
Licona.
I. INICIOS
Sobre su fecha de
nacimiento oscilaron las opiniones de los contemporáneos. En su epitafio,
tras seria deliberación, se fijó su muerte a los 65 años de edad, lo que
equivalía a decir que había nacido en 1491. Nada cierto se sabe sobre su
primera educación familiar. Su padre debió de fallecer antes de 1506; su madre,
poco después de otorgar testamento el 23 octubre 1507. Por estos años, el joven
Iñigo se incorporó en Arévalo (Ávila) a la familia del contador mayor [ministro
de Hacienda] de los reyes, Juan Velázquez de Cuéllar. Allí pasó unos diez años,
en los cuales tuvo ocasión de acompañar al contador durante sus viajes a la
corte y otros lugares. Con los libros de su protector pudo adquirir una cierta
cultura y perfeccionar su escritura, que le mereció ser considerado «muy buen
escribano». Tras la caída en desgracia y sucesiva muerte de Velázquez de
Cuéllar en 1517, su viuda, María de Velasco, se preocupó del porvenir de Iñigo
y le dio 500 escudos y dos caballos, para poder dirigirse a Navarra y servir
como gentilhombre al virrey, Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera. Allí
dio muestras de hombre «ingenioso y prudente en las cosas del mundo» y de tener
«grande y noble ánimo y liberal», como escribió Juan Alfonso Polanco, sobre
todo en dos ocasiones: cuando ayudó a la pacificación de algunas villas de
Guipúzcoa, divididas por el nombramiento de Cristóbal Vázquez de Acuña como
corregidor, y cuando la villa de Nájera se sublevó contra su señor durante la
rebelión de las Comunidades (1520-1522).
Tomó parte en la defensa de Pamplona al
ser atacada (1521) por el ejército francés. Incitó a sus compañeros de armas a
resistir en el castillo, pero fue herido por una bala que le rompió una pierna
y le lesionó la otra. Desde Niccolo Orlandini, la tradición ha situado la
providencial herida en el 20 mayo 1521, lunes de Pentecostés. La rendición del
castillo se produjo el 23 ó 24 del mismo mes. La herida de Iñigo fue grave,
como consta por la deposición del alcaide del castillo, Miguel de Berrera. Tras
las primeras curas, practicadas por los franceses, fue llevado por sus paisanos
a su casa de Loyola, donde sufrió una dolorosa operación, soportada con gran
fortaleza. Su estado fue empeorando y el 28 junio fue el día crítico, pero
aquella misma noche empezó a mejorar. Una vez repuesto, quiso que le cortasen
un hueso de la pierna, que le habría impedido calzarse una bota «muy justa y
muy polida» que deseaba llevar.
II. CONVERSIÓN y
PEREGRINACIONES (1521-1524)
Durante su
convalecencia pidió que le diesen libros de caballerías para entretenerse, pero
al no encontrarse en la casa, le dieron a leer la Vida
de Cristo por el
cartujo Ludolfo de Sajonia, traducida al español por Ambrosio Montesino y
publicada en Alcalá hacia 1502 o 1503. También le ofrecieron el Flos
Sanctorum de Jacobo
de Varazze, en una traducción prologada por el cisterciense Gauberto Maria
Vagad. La lectura de estos libros le provocó una lucha interior que le abrió el
paso a su conversión, a través de la discreción de espíritus. Se dio cuenta de
que, cuando se entretenía en pensamientos mundanos, entre los que dominaban los
servicios que podría hacer en favor de una dama innominada, encontraba gusto en
ellos, pero después se sentía árido y descontento; mientras que cuando pensaba
en imitar a los santos, cuyas vidas estaba leyendo, no sólo se consolaba con
estos pensamientos, sino que después de dejados, quedaba contento y alegre. La
pregunta que se hacía a sí mismo era: «¿Qué sería si yo hiciese lo que hicieron
Santo Domingo y San Francisco? y se proponía: ¿Santo Domingo hizo ésto? Pues yo
lo tengo de hacer. ¿San Francisco hizo ésto? Pues yo lo tengo de hacer.»
Decidió romper con su vida pasada y empezar una nueva. Su primer propósito fue
realizar una peregrinación a Jerusalén. Para imitar a los santos se daría a
largas oraciones y penitencias.
Rompiendo la resistencia que le opuso su
hermano mayor, salió de Loyola en febrero 1522, con el plan de dirigirse a
Barcelona y de allí a Roma, para procurarse el necesario permiso del Papa en
orden a su peregrinación. Se detuvo en el santuario mariano de Aránzazu, donde
probablemente hizo voto de castidad. Él nos dice que este voto lo hizo en el
camino hacia Montserrat, donde se preparó por un tiempo a una confesión
general, que duró tres días, y a la vela de armas, que realizó ante la imagen
de la Virgen morena en la noche del 24 al 25 marzo 1522.
El 25 marzo «en amaneciendo, partió por no
ser conocido, y se fue, no el camino derecho de Barcelona, donde hallaría
muchos que le conociesen y le honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice
Manresa». Su idea era quedarse en Manresa algunos días en un hospital y anotar
algunas cosas en un libro «que él llevaba muy guardado y con el que iba muy
consolado»- De hecho, su estancia en Manresa se prolongó unos once meses, y
puede dividirse en tres períodos: uno de calma casi en un mismo estado
interior; el segundo, de terribles luchas interiores, dudas y escrúpulos acerca
pasadas, con tentaciones de suicidio; el tercero consolaciones e ilustraciones
divinas, que tuvieron por objeto el misterio de la Eucaristía y otros. Por
efecto de estas luces llegó a decir que, aunque no hubiese la Sgda. Escritura,
él creería en los artículos de la fe solamente por la luz que había recibido en
Manresa. La más extraordinaria de estas gracias fue la que suele llamarse
“eximia ilustración”, que recibió a orillas del río Cardoner, una vez que se
dirigía al monasterio de San Pablo. No precisó a su confidente, el P. Luis
Gonçalves da Càmara lo que allí se le comunicó, pero sí que desde aquel momento “Le
parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía
antes". Añadió
que, si juntase todas las ayudas que había recibido de Dios hasta entonces (en
1555), «no le parece haber alcanzado tanto
como de aquella vez sola». A
esta ilustración aludía, con toda probabilidad, al fin de su vida cuando, al
ser preguntado por algunas cosas introducidas en la Compañía de Jesús, se
refería a «un negocio que pasó por mí en Manresa). Lo que allí vio,
probablemente, fue el nuevo rumbo que había de imprimir a su vida: cambiar el
ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de las almas, con
compañeros que quisiesen seguirle en la empresa. En este sentido deben
entenderse las meditaciones del Reino y de las Banderas, de los Ejercicios, en
las que Jerónimo Nadal vio una estrecha relación con el fin que se había de dar
a la Compañía de Jesús. En este tiempo de Manresa hizo «cuanto a la
substancia», según expresión de Diego Laínez, los Ejercicios Espirituales, que
practicó antes de escribirlos. Como dice Polanco «después el uso y experiencia
de muchas cosas le hizo más perfeccionar su primera invención; que, como mucho
labraron en su misma ánima, así él deseaba con ellos ayudar a otras personas”.
En febrero 1523 dejó Manresa para ir a
Barcelona, desde donde, hacia el 20 marzo, se embarcó para Gaeta, para
proseguir viaje a Roma. El documento pontificio concediéndole el permiso para
peregrinar a Jerusalén lleva la fecha del 31 marzo 1523. Después de pasar en
Roma la fiesta de Pascua (5 abril), el 13 ó el 14 emprendió el viaje a Venecia.
Allí participó, junto con los demás peregrinos, en la procesión del día de
Corpus. No teniendo dinero para pagarse el viaje a Jerusalén ni queriendo
servirse de los buenos oficios del embajador de España, gracias a la
recomendación de un español que le había socorrido a su llegada a Venecia, tuvo
una audiencia con el dux Andrea Gritti, quien mandó que fuese admitido en el
barco que llevaba a Chipre al nuevo embajador de la Serenísima. De la
peregrinación a Jerusalén se tienen detalles, además de los consignados por
Iñigo en sus memorias, por las relaciones escritas por dos de sus compañeros:
el zuriqués Meter Füssly y el estrasburgués Philipp Hagen. Embarcándose en
Venecia el 14 de julio de 1523, llegaron a Jerusalén el 4 de septiembre. Iñigo
siguió a sus compañeros en la visita a los Santos Lugares. Pero su intención secreta
era quedarse allí establemente, en parte para satisfacer a su devoción y en
parte para ejercitar su apostolado con sus habitantes. Con todo, el provincial
de los franciscanos, encargados de la Custodia de la Tierra Santa, se opuso
tenazmente a aquel proyecto por el peligro que corría la seguridad personal de
los forasteros en la región. Iñigo se vio, pues, forzado a renunciar a su sueño
y emprender el viaje de vuelta. Salió de Jerusalén el 23 de septiembre y, tras
muchas peripecias, llegó a Venecia a mediados de enero de 1524.
III. ESTUDIOS
(1524-1535)
Durante todo el viaje estuvo pensando qué
haría en adelante. Su decisión fue estudiar en Manresa, bajo la dirección de un
monje cisterciense del monasterio de San Pablo, pero cuando fue a visitarlo, se
enteró de que había muerto. Se instaló entonces en Barcelona, donde una
bienhechora, Isabel Roser, se comprometió a cuidar de su sustento, y un maestro
de gramática, el bachiller Jerónimo Ardévol, a enseñarle gratis. Así, a sus 33
años, empezó a estudiar latín. Tropezó con una dificultad, que resolvió con el
recurso al discernimiento espiritual. Cuando se ponía a estudiar, le venían
grandes ilustraciones espirituales que, al estorbarle en el estudio, vio que no
procedían del buen espíritu. Prometió, entonces, en la iglesia de Santa María
del Mar, a su maestro que asistiría a sus lecciones por dos años, mientras
encontrase pan y agua para sustentarse. Con esta reacción eficaz venció aquella
tentación contra sus estudios. Sin embargo, no pudo menos de dar desahogo a su
celo, conversando con personas espirituales y dando los ejercicios a algunas de
ellas. Además, reunió a sus tres primeros compañeros, que le siguieron a Alcalá
y Salamanca.
Pasados dos años,
siguió el consejo de su maestro y se trasladó a Alcalá para cursar la
filosofía. Estuvo en la ciudad desde marzo 1526 a junio 1527, dedicado más a
sus actividades apostólicas que al estudio. Dio a algunas personas los
Ejercicios leves, según las normas de la anotación 18º del libro. El extraño
modo de vestir que él y sus compañeros usaban y sus reuniones para hablar de
cosas espirituales, infundieron sospechas en las autoridades eclesiásticas,
precavidas contra las desviaciones de los alumbrados de la región. Se le
hicieron tres procesos. En el primero, los inquisidores interrogaron a algunos
testigos, tras lo cual dejaron la causa en manos del vicario diocesano en
Alcalá, Juan Rodríguez de Figueroa. Este impuso a Iñigo y a sus compañeros que
tiñesen sus vestidos. Pasando adelante en los interrogatorios, fue encarcelado
por espacio de cuarenta y dos días. El 1 junio 1527 se dio la sentencia, por la
que se les mandaba que cambiasen sus vestidos por los ordinarios de los
estudiantes y que no enseñasen a nadie los mandamientos ni otras cosas de la fe
católica, hasta haber estudiado tres años cumplidos. Viendo que se le impedía
ayudar a las almas, decidió seguir sus estudios en Salamanca, donde encontró
las mismas dificultades. Sus conversaciones espirituales suscitaron sospechas
entre los dominicos del convento de San Esteban, que le sometieron a
interrogatorio: hablar de cosas de Dios sólo podía hacerlo quien hubiese
estudiado o quien recibiese luz especial del Espíritu Santo. Iñigo no había estudiado,
luego hablaba por el Espíritu; y esto es lo que a ellos les hacía sospechar. Si
en Alcalá había prevención contra los alumbrados, en Salamanca la había contra
el movimiento erasmista. Iñigo y Calixto de Sa, su compañero, fueron puestos en
la cárcel durante un proceso que llevó adelante el bachiller Sancho Gómez de
Frías. A éste dio Iñigo «todos sus papeles, que eran los Ejercicios», para que
los examinase. El punto más delicado en el que se fijaron los jueces fue el de
la distinción entre pecado mortal y pecado venial. La duda fue la misma que en
Alcalá: ¿cómo podía hablar de aquellas materias sin haber estudiado? A los
veintidós días de cárcel, se les comunicó la sentencia: no había nada contra su
vida o doctrina, pero se les ordenó que no declarasen si una cosa era pecado
mortal o venial hasta después de haber estudiado cuatro años. La sentencia,
pues, recalcaba la de Alcalá. Quedó libre, pero viendo que se le cerraban las
puertas para el apostolado, se determinó ir a París para proseguir sus estudios.
Llegó a París el 2 febrero 1528 y decidió
repetir los estudios de humanidades en el colegio de Montaigu. Para su
alojamiento escogió el hospicio de Santiago, destinado a los peregrinos de
Compostela, pero, a causa de la distancia del colegio, tuvo que procurarse otra
habitación. Pensó ponerse al servicio de algún profesor, pero no lo halló.
Decidió entonces ir cada año a Flandes a pedir ayuda económica a los mercaderes
españoles de Brujas y Amberes. Estos viajes los hizo en 1529, 1530 y 1531.
Este último año fue a Londres, volviendo con más dinero que otras veces. Con lo que recaudaba, podía no sólo proveer a su mantenimiento, sino aun ayudar a otros estudiantes.
Este último año fue a Londres, volviendo con más dinero que otras veces. Con lo que recaudaba, podía no sólo proveer a su mantenimiento, sino aun ayudar a otros estudiantes.
Al regreso del primero de estos viajes
intensificó sus conversaciones espirituales y dio los ejercicios a tres
estudiantes, que cambiaron totalmente su vida. Esto disgustó al rector del
colegio de Santa Bárbara, que amenazó a Iñigo con el castigo llamado la sala,
consistente en azotar al castigado en una sala del colegio. Delatado al
inquisidor Mateo Ory, Iñigo se presentó ante él, que le dijo que en efecto se
le habían quejado sobre su conducta, pero que no pensaba imponerle ninguna
sanción. Cursó la filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde tuvo como
compañeros al saboyano Pedro Fabro y al navarro Francisco Javier. Maestro de
todos ellos era Juan Peña, de la diócesis de Sigüenza. Los estudios filosóficos
comprendían tres cursos: los dos primeros trataban las súmulas y la lógica, el
tercero la física, metafísica y ética de Aristóteles. Iñigo obtuvo el grado de
bachiller en Artes en 1532, el de licenciado en 1533 y el de maestro en 1535,
aunque el diploma lleva la fecha de 14 marzo 1534, al estar datado al modo de
París, donde el año comenzaba a partir del día de Pascua, que en 1534 cayó en el
5 abril. Estudió teología durante año y medio, teniendo que interrumpirla por
motivos de salud.
IV. HACIA LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS (1535-1540)
Entre tanto se habían
juntado con Iñigo los compañeros que habían de fundar con él la Compañía de Jesús.
Todos ellos se proponían «servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del
mundo», como escribió Laínez, uno de ellos. Este plan se concretó en el voto de
Montmartre, que pronunciaron el 15 agosto 1534 y lo renovaron el mismo día los
dos años siguientes. En aquel voto prometieron vivir en pobreza y realizar una
peregrinación a Jerusalén. Si esperado un año, la peregrinación resultase
imposible, se ofrecerían al Papa, para que él los enviase allá donde juzgase
más conveniente. Hubo un punto que dejaron en suspenso: si, una vez llegados a
Jerusalén, permanecerían allí o regresarían. Por primera vez aparece en este
voto la persona del Papa como vicario de Cristo.
Iñigo salió de París para su tierra natal
a principios de abril. Al motivo de cuidar de su salud, se añadía el de visitar
a los parientes de sus compañeros españoles, que no pensaban volver a su
tierra, y resolver allí sus asuntos pendientes. Llegado a Azpeitia, estuvo tres
meses, viviendo en el hospital, sin querer hospedarse en su casa de Loyola, a
pesar de los ardientes ruegos de su hermano. Aprovechó aquella estancia para
promover por todos los medios que pudo el bien espiritual y moral de sus
paisanos. Hizo que se tocasen cada día las campanas de la parroquia y de las
ermitas del término de Azpeitia para que al oírlas, todos rezasen un Padre
nuestro, Ave María y Gloria Patri por los que estuviesen en pecado mortal.
Cortó los abusos del juego, los amancebamientos y uniones ilícitas. Promovió la
creación de una obra para el socorro de los pobres vergonzantes. Logró poner
fin a una larga controversia que oponía al clero y al patrono de la parroquia
de Azpeitia con un convento de monjas de la Tercera Orden de san Francisco.
Estando él allí y actuando como testigo, se firmó el 18 mayo 1538 un acuerdo
entre las partes.
Iñigo salió de Azpeitia el 23 julio 1535 y
se dirigió al pueblo de Obanos (Navarra), donde entregó una carta de Javier a
un hermano suyo. Pasó a Almazán (Soria), y visitó al padre de Laínez. Otras
etapas de su viaje fueron Sigüenza, Madrid y Toledo. En la cartuja de Vall de
Cristo (Segorbe) visitó a su antiguo ejercitante de París, Juan de Castro.
Prosiguió a Valencia, desde donde se embarcó para Italia.
Ignacio y sus compañeros recibieron las
órdenes de mano de Vicente Negusanti, obispo de Arbe (actual Rab, Croacia).
Ignacio difirió la celebración de su primera misa año y medio, hasta la noche
de Navidad de de 1538. Deseaba prepararse mejor para acto tan importante,
aunque quería, además, celebrarlo en Belén o en otro de los lugares de la
Tierra Santa. El grupo de compañeros tuvo que reconocer finalmente que la
proyectada peregrinación era imposible y, en consecuencia, decidió ponerse a
disposición del Papa. Pero antes de salir de Venecia Ignacio tuvo que resolver
un caso judicial. Había sido acusado de ser un fugitivo de España y de París,
perseguido por la Inquisición. El legado pontificio Verallo confió la causa a
su vicario Gaspar de’Dotti, quien instituyó un proceso en toda regla, tras el
cual pronunció una sentencia absolutoria, el 13 octubre 1537. Ignacio emprendió
el viaje a Roma, con Fabro y Laínez, a fines de octubre. Durante todo el viaje
experimentó muchos sentimientos espirituales, especialmente al recibir la
comunión. Uno prevaleció sobre los demás: una gran confianza de que Dios les
sería propicio en Roma. Al llegar a un lugar, llamado La Storta, a 16,5
kilómetros de Roma por la vía Cassia, tuvo una experiencia espiritual de
excepcional trascendencia. Relata en su Autobiografía (n. 96) que "haciendo
oración, tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan claramente que el Padre le
ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz de dudar de que el Padre le ponía
con su Hijo". Con esta expresión reveló la unión que desde entonces sintió
con Cristo. Laínez completó estos datos, añadiendo que la visión fue
trinitaria, y que en ella el Padre, dirigiéndose al Hijo, le decía: " Yo
quiero que tomes a éste como servidor tuyo" y Jesús, a su vez, volviéndose
hacia Ignacio, le dijo: "Yo quiero que tú nos sirvas" (FontNarr
2:133). La idea del servicio divino, tan central en los ejercicios, recibía una
confirmación definitiva. Aparte del influjo que ejerció en la vida interior de
Ignacio, esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la Compañía de
Jesús, empezando por el nombre de la nueva Orden, un nombre que era todo un
programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en
el servicio de Dios y bien de los prójimos.
En noviembre 1537, Ignacio entró
definitivamente en Roma. Allí, mientras los otros compañeros se dedicaban a
otras tareas apostólicas, él daba Ejercicios. Merecen señalarse los que dio en
Montecassino al doctor Pedro Ortiz, durante la cuaresma de 1538. En este año
tuvieron que sufrir los ataques de algunas personas influyentes, que esparcieron
rumores contra su vida y doctrina, repitiendo la acusación de que eran
fugitivos, ya procesados en otras ciudades por la Inquisición. La consecuencia
fue que los fieles se iban alejando de ellos; pero el mayor peligro consistía
en que, si las calumnias prosperaban, les sería imposible realizar los
proyectos que iban madurando. Por eso Ignacio quiso firmemente que se
instruyese un proceso formal, acabado con una sentencia. Procuró y obtuvo una
audiencia del Papa en Frascati, que mandó al gobernador de Roma, encargado de
la justicia, que instruyese un regular proceso. Fue providencial el por aquel
tiempo coincidiesen en Roma todos aquellos que habían juzgado a Ignacio en
Alcalá, París, principales del nuevo Instituto. Fueron aprobadas por los seis Padres
presentes en Roma. Tras este paso, el 8 abril se procedió a la elección de su
primer General, que recayó, por voto unánime, en Ignacio. Éste había dado el
suyo a aquel que tuviese más votos. Conocida su elección, pidió que se
repitiese después de una más madura reflexión. Pero la segunda votación, del
día 13, arrojó el mismo resultado. Entonces, Ignacio pidió tiempo para
deliberar, y puso el asunto en manos de su confesor, el franciscano Teodosio de
Lodi, del convento de San Pedro in Montorio. Allí Ignacio, en una confesión que
duró tres días, expuso a su confesor toda su vida y su estado presente, con
enfermedades y miserias corporales. El franciscano fue de parecer que debía
aceptar y, a petición de Ignacio redactó un informe escrito. Entonces, Ignacio
aceptó la designación. Era el 19 abril. Tras la elección del General, el 22 del
mismo mes hicieron todos los presentes la profesión en la basílica de San Pablo
extramuros; los ausentes la hicieron en fechas y lugares diferentes.
V. ACTIVIDAD EN ROMA
COMO GENERAL (1540-1556)
Salvo brevísimas ausencias, Ignacio
permaneció en Roma el resto de su vida. Resumiendo su actividad durante el
generalato, pueden distinguirse en él dos aspectos: su apostolado directo en la
ciudad de Roma y su acción de gobierno de la Compañía de Jesús.
En los quince años de
su gobierno logró dar a la Compañía de Jesús una organización ejemplar,
infundirle un espíritu y abrirle las puertas hacia un apostolado misionero. No
quiso tener hábito propio ni coro ni penitencias impuestas por regla ni tiempos
determinados de oración para los jesuitas formados. Todo ello para que los
jesuitas tuviesen aquella movilidad y disponibilidad que exigía su forma de
vida y su proyecto apostólico. Por lo mismo, no admitió una rama femenina de la
Compañía de Jesús ni quiso aceptar el cuidado habitual de religiosas sujetas a
su obediencia. Tampoco admitió dignidades eclesiásticas o civiles.
Ignacio fue, a un mismo tiempo, un
incansable hombre de acción y un ferviente contemplativo. Su más noble ideal
fue promover la mayor gloria de Dios por todos los medios a su alcance. Como
hombre de gobierno, dirigió a sus súbditos con prudencia y discreción. Amaba a
todos con amor de padre, y todos se sentían amados por él. Puso un acento
especial en la virtud de la obediencia, tanto como ejercicio de virtud, como
por ser instrumento de cohesión y eficacia en la labor apostólica. En su vida
personal fue un gran contemplativo, que experimentó especiales comunicaciones
divinas. Su unión con Dios adquirió un tono más elevado en la celebración de la
Misa, durante la cual fue dotado del don de lágrimas. A veces no podía
celebrarla por la debilidad de su salud, a la que perjudicaban tan fuertes
emociones.
Además del tiempo dedicado a la oración
formal, practicaba y recomendaba a los demás el ejercicio de buscar a Dios en
todas las cosas o, como escribió Nadal con frase feliz, fue "contemplativo
en la acción".
Su salud se resintió toda la vida de las
ásperas penitencias practicadas después de su conversión. Siempre tuvo dolores
de estómago; pero la autopsia, que le practicó el mismo día de su muerte el
cirujano Realdo Colombo, demostró que su enfermedad consistía en una litiasis
biliar, con reflejos que repercutían en el estómago. Murió en la madrugada del
31 julio 1556. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña iglesia de Santa Maria de
la Strada y, en sucesivas traslaciones, depositado en el actual altar de
dedicado a él en la iglesia del Gesù (Roma). Beatificado el 27 julio 1609 fue
canonizado por Gregorio XV el 12 marzo 1622 junto con Francisco Javier, Teresa
de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. Pío XI le nombró (1922) patrono de los
Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.
jueves, 16 de julio de 2015
FIESTA DE NUESTRASEÑORA DEL CARMEN o DELSANTO ESCAPULARIO
AÑO CRISTIANO P. CROISSET
Siendo tan célebre y tan autorizada en la Iglesia la fiesta do nuestra Señora del monte Carmelo, llamada vulgarmente (en otras partes) la fiesta del Escapulario, es muy justo referir su historia en este día, singularmente consagrado a tan santa devoción, aprobada por tantos pontífices, confirmada con tantos milagros, establecida con tanto fruto en casi todas las partes del mundo cristiano, y en todas con tan visible provecho de los fieles. Hacia muchos siglos que los padres carmelitas florecían en la Iglesia, con especialidad en el Oriente, donde a pesar del furor de los bárbaros, de los sarracenos y de los musulmanes, se mantenían encarcelados en las cavernas del monte Carmelo, tomando de aquí el nombre de carmelitas. Hacía, vuelvo a decir, muchos años que florecía en el Oriente esta sagrada familia, tan célebre y tan respetable por su pública y especial devoción a la santísima Virgen, cuando los europeos pasaron a la Palestina con el fin de libertar los cristianos y los santos lugares donde se obró nuestra redención de la opresión de los infieles; y enamorados no menos de la virtud que de la penitente vida de aquellos santos ermitaños del monte Carmelo, los persuadieron que se trasladasen a Europa. En efecto, hacia la mitad del siglo decimotercio pasaron algunos de ellos a Francia en compañía del santo rey san Luis, y fue su primer establecimiento en cierta ermita a una legua de Marsella, llamada el Aigallades. Declaróse por su protector el piadosísimo monarca, y los extendió por otras muchas partes de sus estados, mientras algunos de ellos resolvieron embarcarse para Inglaterra, donde la divina Providencia les tenia destinado un sujeto, que por su extraordinario mérito y por su rara santidad muy en breve había de dar grande esplendor a su orden. Era el célebre Simón Stock, inglés de nación, de las más nobles familias del país, pero más esclarecido por su inocencia y por su eminente virtud, que por su ilustre nacimiento (La Colombier, Serm. 35). Prevenido desde su niñez con extraordinarias gracias, a los doce años de edad fue conducido a un desierto por el espíritu de Dios. Practicó desde luego penitencias increíbles: sustentábase de raíces y de yerbas; una clara fuentecilla le ofrecía el agua para apagar la sed; su cama, su celda y su oratorio se reducían al hueco de un viejo tronco, donde solo podía estar en pie, tan estrecho, que no le permitía revolverse a ningún lado; y de aquí se le dio el sobrenombre de Stock, que en lengua inglesa quiere decir tronco de árbol. Su continuo ejercicio era la oración, con la cual se purificó lauto aquella alma, que los ángeles, cuya pureza igualaba, casi nunca le abandonaban en aquella soledad. Al mismo paso que su asombrosa penitencia, crecía también la tierna devoción que casi desde la cuna había profesado á la santísima Virgen; y aseguran los autores de su vida que los más de los días le visitaba esta Señora en su desierto, donde era tan íntima y tan familiar su conversación con Dios, que los espirituales consuelos de su alma parecían auroras o precursores de las dulzuras del cielo. Treinta y tres años llevaba Simón de aquella angelical vida, cuando entraron en Inglaterra los ermitaños del monte Carmelo, que habían venido de Oriente, y comenzaron a mostrar en aquel reino el mismo fervoroso celo que les había adquirido tanta veneración y tanto honor en toda la Palestina. Tuvo noticia de su arribo el santo solitario por una revelación; y habiéndole declarado la santísima Virgen cuan grata era aquella orden a sus maternales ojos, y que sería muy de su agrado que él se agregase a ella, dejó al punto el desierto, buscó a los padres, arrojóse a sus pies, y abrazó su instituto sometiéndose a su gobierno. No hay mayor prueba de la especial estimación que hizo entonces la Reina de los cielos de aquella dichosa orden, que haberle dado al más querido de todos sus fieles siervos. Parece que la Virgen santísima se había encargado, por decirlo así, de formarle por su mano desde sus más tiernos años, y de enriquecerlo con los más preciosos dones, sólo para regalársele a aquella orden tan querida suya y para que fuese muy presto uno de sus mayores ornamentos. Admitido Simón entre los religiosos del Carmen no echó de menos la compañía de los ángeles que gozaba en el desierto. Apenas hizo la profesión religiosa cuando deseó pasar a la Tierra Santa para beber en la fuente del espíritu doble que había animado al gran Elías. Visitó descalzo los lugares santos que el Salvador consagró con su presencia; y llegando al monte Carmelo, se detuvo seis años en él, haciendo una vida tal, que se pudo llamar un éxtasis continuado, sin otra comunicación en todo aquel tiempo que con los espíritus celestiales. Dícese también que la santísima Virgen cuidó de sustentarle de un modo milagroso. Vuelto, en fin, a Inglaterra, extendió por toda ella aquel fuego divino que se apoderó de su corazón en el monte Carmelo; de manera que, comunicado a toda la isla, no quedó menos asombrada de las portentosas conversiones que se seguían a su predicación, que de los frecuentes milagros con que eran acompañadas. Íbale disponiendo la gracia como por diversos grados de perfección a más singulares favores que el cielo le preparaba. Elevado al cargo de superior general por unánime consentimiento de sus hermanos, se aplicó con el mayor empeño a avivar el sagrado fuego de la devoción a la Virgen en una orden que se honraba con su nombre, y aun se gloriaba de haberle dedicado altares casi desde el nacimiento de la Iglesia.
Tuvieron su efecto los esfuerzos de su fervoroso celo, porque el devoto general tuvo el consuelo, no solo de ver renovada en la orden con nuevo fervor la tierna devoción a la Madre de Dios, sino de verla igualmente extendida y comunicada a todos los pueblos. Creció en Simón la confianza con la ternura, y se sintió movido interiormente a pedir interiormente a la Reina da los cielos algún nuevo y especial favor, así para la orden, como para los fieles. Después de muchos años de lágrimas, de penitencias y de ruegos, se rindió. al fin, la Madre de misericordia a las instancias de su fidelísimo siervo. Dice la historia que un día se le apareció esta Señora, rodeada de innumerable multitud de espíritus celestiales con un escapulario en la mano, y alargándoselo al santo, le dijo estas dulces palabras: «Recibe, amado hijo mío, este escapulario para ti y para tu orden, como una prenda de mi especial benevolencia y protección, que sirva de privilegio a todos los carmelitas Dilectissime fili, recipe tui ordinis scapulare meae; confraternitalis signum tibi, et cunctis carmelitis privilegium. Por esta librea se han do conocer mis hijos y mis siervos. Ecce signum salutis: en él te entrego una señal de predestinación, y como una escritura de paz y de alianza eterna: Fadus pacis, et pacti sempiterni: con tal que la inocencia de la vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor, no padecerá el fuego eterno, y por singular misericordia de mi querido Hijo gozará de la bienaventuranza : In quo quis moriens, aeternum non patietur incendium.» Apenas se publicó en el mundo una devoción de tanto consuelo y de tanto provecho, hecha a un varón tan santo, cuando los reyes y los pueblos tomaron a competencia el escapulario de la Virgen, y se alistaron en la cofradía dedicada a su servicio. Creció la ansiosa y devota competencia con los muchos milagros que obró Dios para manifestar lo mucho que le agradaba aquella devoción. Por tanto, se puede en algún modo decir que, entre todos los piadosos ejercicios que el cielo ha inspirado a los fieles para honrar a la Madre de Dios, acaso no hay otro más ruidoso que el de su santo escapulario, pues parece que ningún otro ha sido confirmado con tantos y tan auténticos prodigios. ¡Cuántos incendios se han apagado con su virtud (P. La Colombier)! ¡cuántas veces, dice un gran siervo de Dios, se conservó el mismo escapulario ileso en medio de las llamas! ¡cuántas libertó hasta los vestidos y hasta los cabellos de muchos que se hallaron envueltos entre voraces incendios! Hoy mismo se experimenta a cada paso de cuánto auxilio es el santo escapulario en los naufragios. Pocos hay que alguna vez no hayan sido testigos de lo que respetan las olas a esta sagrada divisa. Se ha visto a muchos, que, cayendo eu los ríos o en el mar, quedaron como suspendidos en las aguas, escapándose de una muerte inevitable por virtud del santo escapulario. No pocos, precipitados de espantosos despeñaderos, se mantuvieron como suspensos en el aire, sostenidos milagrosamente del escapulario asido a la punta de un peñasco. Detiene hasta la violencia del trueno, y divierte la dirección del rayo a pesar de su velocidad y sutileza. ¡Cuántas fiebres mortales y contagiosas, cuántas violentas tentaciones, cuántas enfermedades incurables desaparecieron por la virtud del santo escapulario! Nunca acabaríamos si se quisieran referir lodos los funestos accidentes, todos los géneros de muertes de que ha preservado a los verdaderos siervos de María esta piadosa devoción. Notorio es a todo el mundo lo que sucedió en el último sitio de Montpelier a la vista de todo un ejército. Recibió un soldado en el asalto un mosquetazo en el pecho sin padecer lesión alguna, habiéndose detenido la bala como por respeto en la superficie anterior del santo escapulario. Fue testigo de esta maravilla el mismo rey Luis XIII de feliz y triunfante memoria a cuya vista el devoto monarca se vistió luego aquella santa cota, como lo hizo san Luis luego que se descubrió al mundo este tesoro. El difunto rey Luis el Grande, cuyo famoso reinado, inmortal en la memoria por tantos prodigiosos sucesos, será la admiración de los siglos, este gran monarca, desde los primeros años de su floreciente imperio se puso bajo la protección de la Virgen, tomando su santo escapulario. A su imitación hicieron lo mismo muchos príncipes; y habiendo ya quinientos años que se estableció en la Iglesia esta devoción, cada día se extiende, se aviva y se aumenta más en todas las naciones con indecible, con inmenso provecho de los fieles. Luego que se descubrió fue aprobada por los vicarios de Cristo; porque, sabiendo muy bien la santísima Virgen que las más especiosas devociones no son estimables mientras la silla apostólica no las autorice, la misma soberana Reina dio a conocer al papa Juan XXII los privilegios singulares de esta devoción, como lo afirma el mismo papa en su bula Sacratissimo, de la que hacen mención en las que expidieron en favor del santo escapulario los papas Alejandro V, Clemente VII, Paulo III, Paulo IV, san Pío V y Gregorio XIII; de suerte que siete grandes pontífices conspiraron, por decirlo así, en encender más y más esta devoción en el corazón de los fieles, por el sinnúmero de indulgencias que concedieron a los que se alistasen en tan piadosa cofradía. ¿Qué prenda más dulce, ni de mayor consuelo de la especial protección de María? ¿ qué motivo más sólido para fundar una piadosa confianza ? El que solicitó esta divisa de la especial protección de la Madre de Dios fue uno de sus más amantes siervos, y él mismo es quien asegura haberla conseguido. Autorizóla el cielo por el oráculo de los vicarios de Cristo y por la voz de los milagros. Ningún ca tólico duda de esta poderosa protección. Sábese que san Buenaventura no señala otros límites a lo que puede la intercesión de María, que los que reconoce el poder de Dios. Asegura san Antonino que, para alcanzar, no ha menester mas que pedir. Adelanta el bienaventurado Pedro Damiano que se presenta al trono de su Hijo, no ya como sierva sino como Madre, y que sus súplicas pueden tener como fuerza de decretos: Accedit ad aureum humanae reconciliationis altare, non orans, sed imperans, domina, non ancila. ¿Cómo es posible que sea eternamente infeliz, dice el mismo padre, un hombre por quien María haya intercedido una sola vez? Aeternum va non sentiat, pro quo tel semel oraverit María. Al abad Gualrico, discípulo de san Bernardo, le parece ser casi lo mismo merecer uno la protección de la Virgen, que asegurarse de la posesión del paraíso: Nullatenus censendum est majoris esse felicilatis habitare in sinu Ábrahae, quám in sinu Mariae?, Bien sabidos son los devotos afectos de san Anselmo en este particular. Cree que no es posible perecer en el servicio de la Reina de los
ángeles; a ella dirige estas palabras tan memorables y tan frecuentemente repetidas: Omnis ad te conversus, et á te respectus, impossibile est ut pereat. No dijo menos que todos los demás san Germán, obispo de Constantinopla, cuando dijo que la protección de la Virgen era muy superior a todo cuanto nosotros podíamos concebir: Patrocinium Virginis majus est, quám ut possit intelligentia apprehendi. No solo consiguen en esta vida la protección particular de la santísima Virgen los que traen su devoto escapulario, sino que también la disfrutan en la otra los que le trajeron en esta, y fueron verdaderos siervos de María. Una madre tan tierna y tan amorosa no parece posible que dejase de moverse a piedad, si viese padecer por largo tiempo los tormentos del purgatorio a sus queridos hijos. Así los tesoros de la Iglesia, que con tanta profusión han derramado los sumos pontífices en favor de los cofrades del escapulario, como la parte que tiene cada uno de ellos en las oraciones y en las buenas obras de la cofradía y de la religión del Carmelo, contribuyen mucho al alivio y más pronta libertad de los cofrades. Es cierto que la santísima Virgen a ningún alma sacará nunca del infierno pero tiene muchos medios para hacer que el pecador no muera en la impenitencia final, como una falsa confianza no sea causa de que se conserven en pecado los falsos devotos de María. Son sin duda muy ilustres y muy auténticos la mayor parte de los milagros que ha obrado Dios en favor del santo escapulario, y es razón dar un piadoso asenso a la historia del bienaventurado san Simón Stock; pero nunca el mismo que debemos a las cosas reveladas a la santa Iglesia. Tampoco se puede dudar por otra parte que la Iglesia haya autorizado una devoción tan aprobada. Y en fin, no es verosímil (dice el mismo devoto de Maria, de quien hemos sacado la sustancia de esta historia) que un Dios tan sabio como poderoso permitiese que se fundase sobre una fábula una devoción que le había de ser agradable, como lo está manifestando cada día, queriendo hacerla célebre con tan grande número de prodigios.
MEDITACIÓN. DE LA DEVOCIÓN Á LA SANTÍSIMA. VIRGEN.
PUNTO PRIMERO.
Considera que lo que excita más el amor y la devoción a una persona es el mérito, la gratitud y el poder, La base, por decirlo así, de la devoción que se profesa a los santos, es el concepto que se forma de sus virtudes , la experiencia de lo mucho que pueden con Dios, el conocimiento de su inclinación a hacernos bien, y la memoria de las gracias y beneficios que se han recibido por su intercesión. Admiramos sus virtudes, veneramos y respetamos su poder, en esto, y singularmente en su caridad con los que están unidos a ellos con una misma unión, fundamos nuestra confianza. Pues ahora, entre todos los santos que están en la patria celestial, ¿cuál de ellos tuvo más sublime santidad, cuál tiene más poder con Dios, ni de quién hemos recibido tantos beneficios como de la santísima Virgen? Más pura, más santa, más perfecta desde el primer instante de su vida que todos los santos juntos en la hora de la muerte. ¿Qué trono hay en el cielo más elevado que el suyo, superior al de todos los espíritus bienaventurados? Solo el trono de Dios es superior al trono de María. ¿Pues qué honores, mi Dios, qué homenajes no se le deben tributar? ¡Cuánto respeto, cuánta devoción, cuánto culto le debemos rendir! Es la Madre de Dios, la Reina del cielo, la Soberana del universo, la Emperatriz de los ángeles y de los hombres; no debemos, pues, admirarnos de que la veneración, la ternura y la sólida devoción a la Madre de Dios baya comenzado, por decirlo así, con la misma Iglesia; ¡Qué veneración tan profunda, qué devoción tan tierna (dice san Ildefonso) profesaron los apóstoles a la Madre del Salvador! Por satisfacer a la devota curiosidad de los primeros cristianos hizo san Lucas tantos retratos de la Virgen. Aseguran algunos autores que, aun viviendo esta Señora, le consagraron los fieles muchas capillas y oratorios. ¡Con qué elocuencia y con qué celo predicaron a los fieles las grandezas de María todos los padres de los primeros siglos, exhortándolos a una viva confianza en su poderosa protección! ¡Qué consuelo, Virgen santa (exclama san Epifanio) el de estar consagrados a vos desde nuestra tierna infancia! ¡qué dicha la de vivir a la sombra de vuestro patrocinio! Amemos a María (dice san Bernardo), amémosla con la mayor ternura; jamás se desprenda de nuestros labios su dulcísimo nombre; esté perpetuamente grabado en nuestro corazón. ¡Oh, y qué copioso manantial de gracias es la devoción á la Virgen!
PUNTO SEGUNDO.
Considera que, si las grandezas de María, si su eminente , su incomparable santidad excitan nuestra veneración, y exigen todos nuestros respetos; el gran poder que tiene con Dios, y el amor de madre con que mira a todos los hombres, merecen bien toda nuestra confianza. Acércase al trono de Dios, dice san Pedro Damiano, no como sierva que pide, sino como soberana que intercede: Domina, non ancilla: y aquel Hijo todopoderoso, que se deja obligar de las lágrimas de los mayores pecadores, ¿podrá negar cosa alguna a la intercesión de su divina Madre? ¿Puede uno ser verdadero siervo de la Madre, puede llevar su librea, y ser mal recibido del Hijo? Siendo, como dicen los padres, la dispensadora o repartidora de las gracias del Redentor, es preciso que tengan particular derecho a estas gracias los que están en su servicio. Cristo, dicen los mismos padres, es la fuente de las gracias; María es el canal por donde se derivan a nosotros. Basta estar en el servicio de un grande, basta llevar su librea, para tener parte en sus favores, para gozar de los privilegios de su casa, correspondientes a su clase y nacimiento. ¿Pues quién podrá dudar de la protección de María, si tiene la dicha de ser devoto suyo? ¡Ninguno duda de su poder; tampoco se puede dudar de su bondad y de su beneficencia. Estremécese todo el infierno al solo nombre de María, nada le irrita más que el ver a los fieles alistarse en su servicio y profesarle una tierna devoción; pero esto mismo debe excitar nuestro amor, nuestra confianza y nuestro celo. Es señal de reprobación el mirar a esta Señora con frialdad, o con indiferencia. No hay más dulce consuelo, no hay dicha mayor, ni más llena, que profesarle una constante devoción y una perfecta confianza. ¿Qué hay que temer, una vez que la Madre de Dios nos tome bajo su protección ? Si nos guía esta estrella de la mañana, no nos descaminaremos; somos pecadores, es nuestro refugio; estamos afligidos, es nuestro consuelo. Llena está la vida de escollos y de peligros; mas no hay que temerlos con la asistencia de esta Protectora: es formidable la muerte; pero en aquella hora tan crítica estará lleno de aliento y de confianza un verdadero devoto de la Madre de Dios. ¡Ah, Señor, y cuánto es mi dolor de haber tenido hasta aquí tan poco celo, tan poco amor y tan poca devoción a vuestra divina Madre! y si algún tiempo hice profesión de honrarla, y de contarme en el número de sus hijos, ¿qué muestras di de mi alistamiento y de mi ternura? ¡No me desechéis, Madre de misericordia, pues quiero consagrarme de nuevo a vuestro servicio; quiero llevar vuestra librea; alcanzadme gracia para sostener con la inocencia y con la pureza de costumbres la pública profesión que voy a hacer de estar alistado en el número de vuestros devotos siervos.
JACULATORIAS.
Mater misericordia, vita, dulcedo, spes nostra, salve. (Eccles.) Dios te salve, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Dignare me laudare te, Virgo sacrata: da mihi virtutem contra hostes tuos. (Eccles.) D ignaos, Virgen sacratísima, aceptar las alabanzas que quiero tributaros, y dadme valor para oponerme a vuestros enemigos.
PROPÓSITOS.
1. Es cierto que honramos a la santísima Virgen con aquellos interiores afectos de amor y de respeto, que están como grabados en nuestros corazones hacia sus virtudes y hacia su persona; pero no es menos cierto que, cuando estos afectos se manifiestan hacia afuera, es tanto mayor su gloria, cuanto es mayor el número de los testigos a cuyos ojos se descubre nuestro celo por su santo servicio; y como esta Señora es más agradecida de lo que se puede explicar, dobla a proporción su ternura y su liberalidad. En esto logran una gran ventaja los cofrades del escapulario sobre otros devotos de la Virgen; pues como su declaración por el servicio de la Virgen parece no puede ser más pública que llevando su librea, también parece queda la misma Señora más obligada a declararse en su favor cuando se ofrecen ocasiones de protegerlos. Estima tu fortuna, reconoce tu dicha, si tienes la de traer su escapulario y estar alistado en esta santa cofradía. Si no la tienes, no pierdas tiempo, y solicítala cuanto antes. Todos, sean del estado que fueren, pueden ser admitidos en ella; pues con ningunas otras son incompatibles sus obligaciones. No te contentes con lograr tú solo ésta dicha, solicita que logren la misma tus hijos y tus triados; lo que para ti y para toda tu casa será un manantial perenne de felicidades.
2. Es error muy pernicioso lisonjearse de ser verdadero devoto de María, mientras se está en desgracia de su Hijo. A la verdad, la devoción a la santísima Virgen es un medio muy poderoso para conseguir la gracia de la conversión; pero es preciso no poner estorbos a esta gracia, es menester que la inocencia y la pureza de costumbres prueben la devoción a esta Señora. Querer ser su devoto y ser pecador, es contradicción. No es menos una ilusión persuadirse que por haber ayunado una vez, o comulgado en una de sus fiestas, estamos ya muy introducidos en su gracia, y que no se nos pueden cerrar las puertas del paraíso. Las obligaciones de los que traen el escapulario son fáciles y ligeras, pero son obligaciones; y así nunca te dispenses en ellas. Reza todos los días siete Padre nuestros y siete Ave Marías, como tributo que deben pagar todos los que traen esta piadosa librea; comulga todas las festividades de la Virgen, y los sábados hazle algún obsequio particular, como ayunar en ellos, o cosa equivalente. Da todos los años algún público testimonio de tu amor a tu divina Protectora; renuévale todos los meses y todas las semanas y aun todos los días, ya rezándole regularmente el santo rosario, ya su Oficio Parvo, o a lo menos el de su inmaculada Concepción. Muchos cofrades comen de vigilia todos los miércoles, otros, en lugar de esta abstinencia, dan alguna buena limosna, o rezan el rosario entero. En fin, no se te pase día sin honrar el santo escapulario con alguna devoción o mortificación.
(Para bajar en PDF, fuente Católicos Alerta: http://www.catolicosalerta.com.ar/santoral/07-16ntra-sra-del-carmen.pdf )
¡Oh Dios!, que ennobleciste a la Orden del Carmelo con el singular título de la beatísima Virgen María tu Madre: concédenos propicio que cuantos hoy celebramos solemnemente su conmemoración, fortalecidos con su valimiento merezcamos llegar a los goces sempiternos. (Oración Colecta de la Misa de la Fiesta)
Siendo tan célebre y tan autorizada en la Iglesia la fiesta do nuestra Señora del monte Carmelo, llamada vulgarmente (en otras partes) la fiesta del Escapulario, es muy justo referir su historia en este día, singularmente consagrado a tan santa devoción, aprobada por tantos pontífices, confirmada con tantos milagros, establecida con tanto fruto en casi todas las partes del mundo cristiano, y en todas con tan visible provecho de los fieles. Hacia muchos siglos que los padres carmelitas florecían en la Iglesia, con especialidad en el Oriente, donde a pesar del furor de los bárbaros, de los sarracenos y de los musulmanes, se mantenían encarcelados en las cavernas del monte Carmelo, tomando de aquí el nombre de carmelitas. Hacía, vuelvo a decir, muchos años que florecía en el Oriente esta sagrada familia, tan célebre y tan respetable por su pública y especial devoción a la santísima Virgen, cuando los europeos pasaron a la Palestina con el fin de libertar los cristianos y los santos lugares donde se obró nuestra redención de la opresión de los infieles; y enamorados no menos de la virtud que de la penitente vida de aquellos santos ermitaños del monte Carmelo, los persuadieron que se trasladasen a Europa. En efecto, hacia la mitad del siglo decimotercio pasaron algunos de ellos a Francia en compañía del santo rey san Luis, y fue su primer establecimiento en cierta ermita a una legua de Marsella, llamada el Aigallades. Declaróse por su protector el piadosísimo monarca, y los extendió por otras muchas partes de sus estados, mientras algunos de ellos resolvieron embarcarse para Inglaterra, donde la divina Providencia les tenia destinado un sujeto, que por su extraordinario mérito y por su rara santidad muy en breve había de dar grande esplendor a su orden. Era el célebre Simón Stock, inglés de nación, de las más nobles familias del país, pero más esclarecido por su inocencia y por su eminente virtud, que por su ilustre nacimiento (La Colombier, Serm. 35). Prevenido desde su niñez con extraordinarias gracias, a los doce años de edad fue conducido a un desierto por el espíritu de Dios. Practicó desde luego penitencias increíbles: sustentábase de raíces y de yerbas; una clara fuentecilla le ofrecía el agua para apagar la sed; su cama, su celda y su oratorio se reducían al hueco de un viejo tronco, donde solo podía estar en pie, tan estrecho, que no le permitía revolverse a ningún lado; y de aquí se le dio el sobrenombre de Stock, que en lengua inglesa quiere decir tronco de árbol. Su continuo ejercicio era la oración, con la cual se purificó lauto aquella alma, que los ángeles, cuya pureza igualaba, casi nunca le abandonaban en aquella soledad. Al mismo paso que su asombrosa penitencia, crecía también la tierna devoción que casi desde la cuna había profesado á la santísima Virgen; y aseguran los autores de su vida que los más de los días le visitaba esta Señora en su desierto, donde era tan íntima y tan familiar su conversación con Dios, que los espirituales consuelos de su alma parecían auroras o precursores de las dulzuras del cielo. Treinta y tres años llevaba Simón de aquella angelical vida, cuando entraron en Inglaterra los ermitaños del monte Carmelo, que habían venido de Oriente, y comenzaron a mostrar en aquel reino el mismo fervoroso celo que les había adquirido tanta veneración y tanto honor en toda la Palestina. Tuvo noticia de su arribo el santo solitario por una revelación; y habiéndole declarado la santísima Virgen cuan grata era aquella orden a sus maternales ojos, y que sería muy de su agrado que él se agregase a ella, dejó al punto el desierto, buscó a los padres, arrojóse a sus pies, y abrazó su instituto sometiéndose a su gobierno. No hay mayor prueba de la especial estimación que hizo entonces la Reina de los cielos de aquella dichosa orden, que haberle dado al más querido de todos sus fieles siervos. Parece que la Virgen santísima se había encargado, por decirlo así, de formarle por su mano desde sus más tiernos años, y de enriquecerlo con los más preciosos dones, sólo para regalársele a aquella orden tan querida suya y para que fuese muy presto uno de sus mayores ornamentos. Admitido Simón entre los religiosos del Carmen no echó de menos la compañía de los ángeles que gozaba en el desierto. Apenas hizo la profesión religiosa cuando deseó pasar a la Tierra Santa para beber en la fuente del espíritu doble que había animado al gran Elías. Visitó descalzo los lugares santos que el Salvador consagró con su presencia; y llegando al monte Carmelo, se detuvo seis años en él, haciendo una vida tal, que se pudo llamar un éxtasis continuado, sin otra comunicación en todo aquel tiempo que con los espíritus celestiales. Dícese también que la santísima Virgen cuidó de sustentarle de un modo milagroso. Vuelto, en fin, a Inglaterra, extendió por toda ella aquel fuego divino que se apoderó de su corazón en el monte Carmelo; de manera que, comunicado a toda la isla, no quedó menos asombrada de las portentosas conversiones que se seguían a su predicación, que de los frecuentes milagros con que eran acompañadas. Íbale disponiendo la gracia como por diversos grados de perfección a más singulares favores que el cielo le preparaba. Elevado al cargo de superior general por unánime consentimiento de sus hermanos, se aplicó con el mayor empeño a avivar el sagrado fuego de la devoción a la Virgen en una orden que se honraba con su nombre, y aun se gloriaba de haberle dedicado altares casi desde el nacimiento de la Iglesia.
Tuvieron su efecto los esfuerzos de su fervoroso celo, porque el devoto general tuvo el consuelo, no solo de ver renovada en la orden con nuevo fervor la tierna devoción a la Madre de Dios, sino de verla igualmente extendida y comunicada a todos los pueblos. Creció en Simón la confianza con la ternura, y se sintió movido interiormente a pedir interiormente a la Reina da los cielos algún nuevo y especial favor, así para la orden, como para los fieles. Después de muchos años de lágrimas, de penitencias y de ruegos, se rindió. al fin, la Madre de misericordia a las instancias de su fidelísimo siervo. Dice la historia que un día se le apareció esta Señora, rodeada de innumerable multitud de espíritus celestiales con un escapulario en la mano, y alargándoselo al santo, le dijo estas dulces palabras: «Recibe, amado hijo mío, este escapulario para ti y para tu orden, como una prenda de mi especial benevolencia y protección, que sirva de privilegio a todos los carmelitas Dilectissime fili, recipe tui ordinis scapulare meae; confraternitalis signum tibi, et cunctis carmelitis privilegium. Por esta librea se han do conocer mis hijos y mis siervos. Ecce signum salutis: en él te entrego una señal de predestinación, y como una escritura de paz y de alianza eterna: Fadus pacis, et pacti sempiterni: con tal que la inocencia de la vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor, no padecerá el fuego eterno, y por singular misericordia de mi querido Hijo gozará de la bienaventuranza : In quo quis moriens, aeternum non patietur incendium.» Apenas se publicó en el mundo una devoción de tanto consuelo y de tanto provecho, hecha a un varón tan santo, cuando los reyes y los pueblos tomaron a competencia el escapulario de la Virgen, y se alistaron en la cofradía dedicada a su servicio. Creció la ansiosa y devota competencia con los muchos milagros que obró Dios para manifestar lo mucho que le agradaba aquella devoción. Por tanto, se puede en algún modo decir que, entre todos los piadosos ejercicios que el cielo ha inspirado a los fieles para honrar a la Madre de Dios, acaso no hay otro más ruidoso que el de su santo escapulario, pues parece que ningún otro ha sido confirmado con tantos y tan auténticos prodigios. ¡Cuántos incendios se han apagado con su virtud (P. La Colombier)! ¡cuántas veces, dice un gran siervo de Dios, se conservó el mismo escapulario ileso en medio de las llamas! ¡cuántas libertó hasta los vestidos y hasta los cabellos de muchos que se hallaron envueltos entre voraces incendios! Hoy mismo se experimenta a cada paso de cuánto auxilio es el santo escapulario en los naufragios. Pocos hay que alguna vez no hayan sido testigos de lo que respetan las olas a esta sagrada divisa. Se ha visto a muchos, que, cayendo eu los ríos o en el mar, quedaron como suspendidos en las aguas, escapándose de una muerte inevitable por virtud del santo escapulario. No pocos, precipitados de espantosos despeñaderos, se mantuvieron como suspensos en el aire, sostenidos milagrosamente del escapulario asido a la punta de un peñasco. Detiene hasta la violencia del trueno, y divierte la dirección del rayo a pesar de su velocidad y sutileza. ¡Cuántas fiebres mortales y contagiosas, cuántas violentas tentaciones, cuántas enfermedades incurables desaparecieron por la virtud del santo escapulario! Nunca acabaríamos si se quisieran referir lodos los funestos accidentes, todos los géneros de muertes de que ha preservado a los verdaderos siervos de María esta piadosa devoción. Notorio es a todo el mundo lo que sucedió en el último sitio de Montpelier a la vista de todo un ejército. Recibió un soldado en el asalto un mosquetazo en el pecho sin padecer lesión alguna, habiéndose detenido la bala como por respeto en la superficie anterior del santo escapulario. Fue testigo de esta maravilla el mismo rey Luis XIII de feliz y triunfante memoria a cuya vista el devoto monarca se vistió luego aquella santa cota, como lo hizo san Luis luego que se descubrió al mundo este tesoro. El difunto rey Luis el Grande, cuyo famoso reinado, inmortal en la memoria por tantos prodigiosos sucesos, será la admiración de los siglos, este gran monarca, desde los primeros años de su floreciente imperio se puso bajo la protección de la Virgen, tomando su santo escapulario. A su imitación hicieron lo mismo muchos príncipes; y habiendo ya quinientos años que se estableció en la Iglesia esta devoción, cada día se extiende, se aviva y se aumenta más en todas las naciones con indecible, con inmenso provecho de los fieles. Luego que se descubrió fue aprobada por los vicarios de Cristo; porque, sabiendo muy bien la santísima Virgen que las más especiosas devociones no son estimables mientras la silla apostólica no las autorice, la misma soberana Reina dio a conocer al papa Juan XXII los privilegios singulares de esta devoción, como lo afirma el mismo papa en su bula Sacratissimo, de la que hacen mención en las que expidieron en favor del santo escapulario los papas Alejandro V, Clemente VII, Paulo III, Paulo IV, san Pío V y Gregorio XIII; de suerte que siete grandes pontífices conspiraron, por decirlo así, en encender más y más esta devoción en el corazón de los fieles, por el sinnúmero de indulgencias que concedieron a los que se alistasen en tan piadosa cofradía. ¿Qué prenda más dulce, ni de mayor consuelo de la especial protección de María? ¿ qué motivo más sólido para fundar una piadosa confianza ? El que solicitó esta divisa de la especial protección de la Madre de Dios fue uno de sus más amantes siervos, y él mismo es quien asegura haberla conseguido. Autorizóla el cielo por el oráculo de los vicarios de Cristo y por la voz de los milagros. Ningún ca tólico duda de esta poderosa protección. Sábese que san Buenaventura no señala otros límites a lo que puede la intercesión de María, que los que reconoce el poder de Dios. Asegura san Antonino que, para alcanzar, no ha menester mas que pedir. Adelanta el bienaventurado Pedro Damiano que se presenta al trono de su Hijo, no ya como sierva sino como Madre, y que sus súplicas pueden tener como fuerza de decretos: Accedit ad aureum humanae reconciliationis altare, non orans, sed imperans, domina, non ancila. ¿Cómo es posible que sea eternamente infeliz, dice el mismo padre, un hombre por quien María haya intercedido una sola vez? Aeternum va non sentiat, pro quo tel semel oraverit María. Al abad Gualrico, discípulo de san Bernardo, le parece ser casi lo mismo merecer uno la protección de la Virgen, que asegurarse de la posesión del paraíso: Nullatenus censendum est majoris esse felicilatis habitare in sinu Ábrahae, quám in sinu Mariae?, Bien sabidos son los devotos afectos de san Anselmo en este particular. Cree que no es posible perecer en el servicio de la Reina de los
ángeles; a ella dirige estas palabras tan memorables y tan frecuentemente repetidas: Omnis ad te conversus, et á te respectus, impossibile est ut pereat. No dijo menos que todos los demás san Germán, obispo de Constantinopla, cuando dijo que la protección de la Virgen era muy superior a todo cuanto nosotros podíamos concebir: Patrocinium Virginis majus est, quám ut possit intelligentia apprehendi. No solo consiguen en esta vida la protección particular de la santísima Virgen los que traen su devoto escapulario, sino que también la disfrutan en la otra los que le trajeron en esta, y fueron verdaderos siervos de María. Una madre tan tierna y tan amorosa no parece posible que dejase de moverse a piedad, si viese padecer por largo tiempo los tormentos del purgatorio a sus queridos hijos. Así los tesoros de la Iglesia, que con tanta profusión han derramado los sumos pontífices en favor de los cofrades del escapulario, como la parte que tiene cada uno de ellos en las oraciones y en las buenas obras de la cofradía y de la religión del Carmelo, contribuyen mucho al alivio y más pronta libertad de los cofrades. Es cierto que la santísima Virgen a ningún alma sacará nunca del infierno pero tiene muchos medios para hacer que el pecador no muera en la impenitencia final, como una falsa confianza no sea causa de que se conserven en pecado los falsos devotos de María. Son sin duda muy ilustres y muy auténticos la mayor parte de los milagros que ha obrado Dios en favor del santo escapulario, y es razón dar un piadoso asenso a la historia del bienaventurado san Simón Stock; pero nunca el mismo que debemos a las cosas reveladas a la santa Iglesia. Tampoco se puede dudar por otra parte que la Iglesia haya autorizado una devoción tan aprobada. Y en fin, no es verosímil (dice el mismo devoto de Maria, de quien hemos sacado la sustancia de esta historia) que un Dios tan sabio como poderoso permitiese que se fundase sobre una fábula una devoción que le había de ser agradable, como lo está manifestando cada día, queriendo hacerla célebre con tan grande número de prodigios.
MEDITACIÓN. DE LA DEVOCIÓN Á LA SANTÍSIMA. VIRGEN.
PUNTO PRIMERO.
Considera que lo que excita más el amor y la devoción a una persona es el mérito, la gratitud y el poder, La base, por decirlo así, de la devoción que se profesa a los santos, es el concepto que se forma de sus virtudes , la experiencia de lo mucho que pueden con Dios, el conocimiento de su inclinación a hacernos bien, y la memoria de las gracias y beneficios que se han recibido por su intercesión. Admiramos sus virtudes, veneramos y respetamos su poder, en esto, y singularmente en su caridad con los que están unidos a ellos con una misma unión, fundamos nuestra confianza. Pues ahora, entre todos los santos que están en la patria celestial, ¿cuál de ellos tuvo más sublime santidad, cuál tiene más poder con Dios, ni de quién hemos recibido tantos beneficios como de la santísima Virgen? Más pura, más santa, más perfecta desde el primer instante de su vida que todos los santos juntos en la hora de la muerte. ¿Qué trono hay en el cielo más elevado que el suyo, superior al de todos los espíritus bienaventurados? Solo el trono de Dios es superior al trono de María. ¿Pues qué honores, mi Dios, qué homenajes no se le deben tributar? ¡Cuánto respeto, cuánta devoción, cuánto culto le debemos rendir! Es la Madre de Dios, la Reina del cielo, la Soberana del universo, la Emperatriz de los ángeles y de los hombres; no debemos, pues, admirarnos de que la veneración, la ternura y la sólida devoción a la Madre de Dios baya comenzado, por decirlo así, con la misma Iglesia; ¡Qué veneración tan profunda, qué devoción tan tierna (dice san Ildefonso) profesaron los apóstoles a la Madre del Salvador! Por satisfacer a la devota curiosidad de los primeros cristianos hizo san Lucas tantos retratos de la Virgen. Aseguran algunos autores que, aun viviendo esta Señora, le consagraron los fieles muchas capillas y oratorios. ¡Con qué elocuencia y con qué celo predicaron a los fieles las grandezas de María todos los padres de los primeros siglos, exhortándolos a una viva confianza en su poderosa protección! ¡Qué consuelo, Virgen santa (exclama san Epifanio) el de estar consagrados a vos desde nuestra tierna infancia! ¡qué dicha la de vivir a la sombra de vuestro patrocinio! Amemos a María (dice san Bernardo), amémosla con la mayor ternura; jamás se desprenda de nuestros labios su dulcísimo nombre; esté perpetuamente grabado en nuestro corazón. ¡Oh, y qué copioso manantial de gracias es la devoción á la Virgen!
PUNTO SEGUNDO.
Considera que, si las grandezas de María, si su eminente , su incomparable santidad excitan nuestra veneración, y exigen todos nuestros respetos; el gran poder que tiene con Dios, y el amor de madre con que mira a todos los hombres, merecen bien toda nuestra confianza. Acércase al trono de Dios, dice san Pedro Damiano, no como sierva que pide, sino como soberana que intercede: Domina, non ancilla: y aquel Hijo todopoderoso, que se deja obligar de las lágrimas de los mayores pecadores, ¿podrá negar cosa alguna a la intercesión de su divina Madre? ¿Puede uno ser verdadero siervo de la Madre, puede llevar su librea, y ser mal recibido del Hijo? Siendo, como dicen los padres, la dispensadora o repartidora de las gracias del Redentor, es preciso que tengan particular derecho a estas gracias los que están en su servicio. Cristo, dicen los mismos padres, es la fuente de las gracias; María es el canal por donde se derivan a nosotros. Basta estar en el servicio de un grande, basta llevar su librea, para tener parte en sus favores, para gozar de los privilegios de su casa, correspondientes a su clase y nacimiento. ¿Pues quién podrá dudar de la protección de María, si tiene la dicha de ser devoto suyo? ¡Ninguno duda de su poder; tampoco se puede dudar de su bondad y de su beneficencia. Estremécese todo el infierno al solo nombre de María, nada le irrita más que el ver a los fieles alistarse en su servicio y profesarle una tierna devoción; pero esto mismo debe excitar nuestro amor, nuestra confianza y nuestro celo. Es señal de reprobación el mirar a esta Señora con frialdad, o con indiferencia. No hay más dulce consuelo, no hay dicha mayor, ni más llena, que profesarle una constante devoción y una perfecta confianza. ¿Qué hay que temer, una vez que la Madre de Dios nos tome bajo su protección ? Si nos guía esta estrella de la mañana, no nos descaminaremos; somos pecadores, es nuestro refugio; estamos afligidos, es nuestro consuelo. Llena está la vida de escollos y de peligros; mas no hay que temerlos con la asistencia de esta Protectora: es formidable la muerte; pero en aquella hora tan crítica estará lleno de aliento y de confianza un verdadero devoto de la Madre de Dios. ¡Ah, Señor, y cuánto es mi dolor de haber tenido hasta aquí tan poco celo, tan poco amor y tan poca devoción a vuestra divina Madre! y si algún tiempo hice profesión de honrarla, y de contarme en el número de sus hijos, ¿qué muestras di de mi alistamiento y de mi ternura? ¡No me desechéis, Madre de misericordia, pues quiero consagrarme de nuevo a vuestro servicio; quiero llevar vuestra librea; alcanzadme gracia para sostener con la inocencia y con la pureza de costumbres la pública profesión que voy a hacer de estar alistado en el número de vuestros devotos siervos.
JACULATORIAS.
Mater misericordia, vita, dulcedo, spes nostra, salve. (Eccles.) Dios te salve, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Dignare me laudare te, Virgo sacrata: da mihi virtutem contra hostes tuos. (Eccles.) D ignaos, Virgen sacratísima, aceptar las alabanzas que quiero tributaros, y dadme valor para oponerme a vuestros enemigos.
PROPÓSITOS.
1. Es cierto que honramos a la santísima Virgen con aquellos interiores afectos de amor y de respeto, que están como grabados en nuestros corazones hacia sus virtudes y hacia su persona; pero no es menos cierto que, cuando estos afectos se manifiestan hacia afuera, es tanto mayor su gloria, cuanto es mayor el número de los testigos a cuyos ojos se descubre nuestro celo por su santo servicio; y como esta Señora es más agradecida de lo que se puede explicar, dobla a proporción su ternura y su liberalidad. En esto logran una gran ventaja los cofrades del escapulario sobre otros devotos de la Virgen; pues como su declaración por el servicio de la Virgen parece no puede ser más pública que llevando su librea, también parece queda la misma Señora más obligada a declararse en su favor cuando se ofrecen ocasiones de protegerlos. Estima tu fortuna, reconoce tu dicha, si tienes la de traer su escapulario y estar alistado en esta santa cofradía. Si no la tienes, no pierdas tiempo, y solicítala cuanto antes. Todos, sean del estado que fueren, pueden ser admitidos en ella; pues con ningunas otras son incompatibles sus obligaciones. No te contentes con lograr tú solo ésta dicha, solicita que logren la misma tus hijos y tus triados; lo que para ti y para toda tu casa será un manantial perenne de felicidades.
2. Es error muy pernicioso lisonjearse de ser verdadero devoto de María, mientras se está en desgracia de su Hijo. A la verdad, la devoción a la santísima Virgen es un medio muy poderoso para conseguir la gracia de la conversión; pero es preciso no poner estorbos a esta gracia, es menester que la inocencia y la pureza de costumbres prueben la devoción a esta Señora. Querer ser su devoto y ser pecador, es contradicción. No es menos una ilusión persuadirse que por haber ayunado una vez, o comulgado en una de sus fiestas, estamos ya muy introducidos en su gracia, y que no se nos pueden cerrar las puertas del paraíso. Las obligaciones de los que traen el escapulario son fáciles y ligeras, pero son obligaciones; y así nunca te dispenses en ellas. Reza todos los días siete Padre nuestros y siete Ave Marías, como tributo que deben pagar todos los que traen esta piadosa librea; comulga todas las festividades de la Virgen, y los sábados hazle algún obsequio particular, como ayunar en ellos, o cosa equivalente. Da todos los años algún público testimonio de tu amor a tu divina Protectora; renuévale todos los meses y todas las semanas y aun todos los días, ya rezándole regularmente el santo rosario, ya su Oficio Parvo, o a lo menos el de su inmaculada Concepción. Muchos cofrades comen de vigilia todos los miércoles, otros, en lugar de esta abstinencia, dan alguna buena limosna, o rezan el rosario entero. En fin, no se te pase día sin honrar el santo escapulario con alguna devoción o mortificación.
(Para bajar en PDF, fuente Católicos Alerta: http://www.catolicosalerta.com.ar/santoral/07-16ntra-sra-del-carmen.pdf )
miércoles, 27 de mayo de 2015
EL DON DE SABIDURÍA (Dom Gueranger, El Año Litúrgica)
EL DON
DE SABIDURÍA
El segundo favor que tiene destinado el Espíritu divino
para el alma que le es fiel en su
acción es el don de Sabiduría superior aún al de Entendimiento. Con todo eso, está unido a este último en cierto sentido, pues el objeto mostrado al
entendimiento es gustado y poseído por el don de Sabiduría. El salmista, al invitar al hombre
a acercarse a Dios, le recomienda guste del soberano bien: "Gustad, dice, y experimentaréis que el Señor es suave"(1). La Iglesia, el mismo día de
Pentecostés, pide a Dios que gustemos el bien, recta sapere, pues la unión del alma con Dios es más bien sensación de gusto que
contemplación, incompatible ésta en nuestro estado actual. La luz que derrama el don de
Entendimiento no es inmediata, alegra vivamente al alma y dirige su sentido a la verdad; pero
tiende a completarse por el don de Sabiduría, que viene a ser su fin.
El Entendimiento
es, pues, iluminación; la Sabiduría es unión. Ahora bien, la unión con el Bien supremo se realiza por medio de la voluntad, es
decir, por el amor que se asienta en la voluntad. Notamos esta progresión en las jerarquías
angélicas. El Querubín brilla por su inteligencia, pero sobre él está el
Serafín, hoguera de amor. El amor es ardiente en el Querubín como el
entendimiento ilumina con su clara luz al Serafín; pero se diferencia el uno
del otro por su cualidad dominante, y es mayor el que está unido más
íntimamente a la divinidad por el amor, aquel que gusta el soberano bien.
El séptimo don
está adornado con el hermoso nombre de don de Sabiduría, y este nombre le viene de la Sabiduría eterna a la que aquel tiende a
asemejarse por el ardor del afecto.
Esta Sabiduría increada que permite al hombre gustar de
ella en este valle de lágrimas es el Verbo divino, aquel mismo a quien llama el Apóstol
"el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia"(2); aquel que nos envió el
Espíritu para santificarnos y conducirnos a él, de suerte que la obra más grande de este divino
Espíritu es procurar nuestra unión con aquel que, siendo Dios, se hizo carne y se hizo obediente
hasta la muerte y muerte de cruz (3). Jesús, por medio de los misterios realizados en su
humanidad, ha hecho que tomemos parte en su divinidad; por la fe esclarecida
por la Inteligencia sobrenatural "vemos su gloria, que es la del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad"(4),
y así como él participó de nuestra humilde naturaleza humana, así también él, Sabiduría
increada, da a gustar desde este mundo esta Sabiduría creada que el Espíritu
Santo derrama en nosotros como su más excelente don.
¡Dichoso aquel
que goza de esta preciosa Sabiduría, que revela al alma la dulzura de Dios y de lo que pertenece a Dios! "El hombre animal no
percibe las cosas del Espíritu de Dios", nos dice el Apóstol (5); para
gozar de este don es preciso hacerse espiritual, entregarse dócilmente al deseo
del Espíritu, y le sucederá como a otros que, después de haber sido como él,
esclavos de la carne, fueron libertados de ella por la docilidad al Espíritu
divino, que los buscó y encontró.
El hombre, algo
elevado, pero de espíritu mundano, no puede comprender ni el objeto del don de Sabiduría ni lo que entraña el don de Entendimiento.
Juzga y critica a los que han recibido estos dones; dichosos ellos si no se les opone,
si no les persigue. Jesús lo dijo expresamente: "El mundo no puede recibir
al Espíritu de verdad, pues no le ve ni le conoce"(6).
Bien saben los que tienen la dicha de tender al bien
supremo que es necesario conservarse libres totalmente del Espíritu profano,
enemigo personal del Espíritu de Dios. Desligados de esta cadena, podrán
elevarse hasta la Sabiduría.
Este don tiene
por objeto primero procurar gran vigor al alma y fortificar sus potencias.
La vida entera está tonificada por él, como sucede a los
que comen lo que les conviene. No hay contradicción ninguna entre Dios y el alma, y he aquí
porqué la unión de ambos es fácil.
"Donde está el Espíritu de Dios allí se encuentra la
libertad", dice el Apóstol (7). Todo es fácil para el alma, bajo la acción
del Espíritu de Sabiduría. Las cosas contrarias a la naturaleza, lejos de amilanarla, se le hacen suaves y al corazón no lo
aterra ya tanto el sufrimiento. No solamente no se puede decir que Dios se halla lejos del
alma a quien el Espíritu Santo ha colocado en tal disposición, sino que es evidente la unión
de ambos. Ha de cuidar, sin embargo, de tener humildad; pues el orgullo puede
apoderarse de ella y su caída será tanto mayor, cuanto mayor hubiese sido su
elevación.
Roguemos al
Espíritu divino y pidámosle que no nos rehúse este precioso don de Sabiduría que nos llevará a Jesús, Sabiduría infinita. Un sabio de
la antigua ley aspiraba a este favor al escribir estas palabras, cuyo sentido perfecto sólo
percibe el cristiano: "Oré y se me dió la prudencia; invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de
Sabiduría” (8). Es necesario pedirlo con instancia. En el Nuevo Testamento, el apóstol
Santiago nos invita a ello con apremiantes exhortaciones: "Si alguno de
vosotros, dice, necesita Sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da con
largueza y sin arrepentirse de sus dones; pídala con fe y sin vacilar" (9).
Aprovechándonos de esta invitación del Apóstol, oh Espíritu divino, nos
atrevemos a decirte: "Tú, que procedes del Padre y de la Sabiduría, danos
la Sabiduría. El que es la Sabiduría te envió a nosotros para que nos
congregaras con él. Elévanos y únenos a aquel que asumió nuestra débil
naturaleza. Sé el lazo que nos estreche por siempre con Jesús, medio sagrado de
la unidad, y aquel que es Poder, el Padre, nos adoptará por herederos suyos y
coherederos de su Hijo”(10).
1.
Ps., xxxiu, 9.
2. Hebr., I,
3.
3. Philip., II,
8.
4. S. Juan, I,
14.
5. I Cor., II,
14.
6.
S. Juan, XIV, 17.
7. II Cor., III,
17.
8. Sap., Vil, 7.
9. S. Jacob, I,
5.
10. Rom,, VIII,
17.
EL DON DE ENTENDIMIENTO (Dom Gueranger, El Año Litúrgico)
EL DON
DE ENTENDIMIENTO
Este sexto don del Espíritu Santo hace que el alma entre
en camino superior a aquel por el que hasta ahora marchaba. Los cinco primeros dones
tienen como objeto la acción. El Temor de Dios coloca al hombre en su grada, humillándole;
la Piedad abre su corazón a los
afectos divinos; la Ciencia hace que distinga el camino de
la salvación del camino de la perdición; la Fortaleza la prepara para el
combate; el Consejo le dirige en sus pensamientos y en sus obras; con esto
puede obrar ya y proseguir su camino con la esperanza de llegar al término. Mas
la bondad del Espíritu divino la guarda otros favores aún. Ha determinado
hacerla disfrutar en esta vida de un goce anticipado de la felicidad que la
reserva en la otra. De esta manera afianzará su marcha, animará su valor y recompensará
sus esfuerzos. La vía de la contemplación estará para ella abierta de par en par
y el Espíritu divino la introducirá en ella por medio del Entendimiento.
Al oír la palabra
contemplación, muchos, quizá, se inquieten, falsamente persuadidos de que lo que esa palabra significa no puede hallarse sino en
las especiales condiciones de una vida pasada en el retiro y lejos del trato de los hombres.
He aquí un grave y peligroso error, que a menudo retiene el vuelo de las almas. La contemplación
es el estado a que, en cierta medida, está llamada toda alma que busca a Dios. No
consiste ella en los fenómenos que el Espíritu Santo quiere manifestar en
algunas personas privilegiadas, que destina a gustar la realidad de la vida
sobrenatural. Sencillamente, consiste en las relaciones más íntimas que hay entre
Dios y el alma que le es fiel en la acción; si no pone obstáculo, a esa alma la
están reservados dos favores, el primero de los cuales es el don de
Entendimiento, que consiste en la iluminación del Espíritu alumbrado en
adelante con una luz superior.
Esta luz no quita
la fe, sino que esclarece los ojos del alma fortificándola y la da una vista más profunda de las cosas divinas. Se disipan muchas nubes
que provenían de la flaqueza y tosquedad del alma no iniciada aún. La belleza encantadora
de los misterios que no se sentía sino de un modo vago se revela y aparecen inefables e
insospechadas armonías. No se trata de la visión cara a cara reservada para la eternidad, pero
tampoco el débil resplandor que dirigía los pasos. Un conjunto de analogías, de
conveniencias que sucesivamente aparecen a los ojos del espíritu producen una
certeza muy suave. El alma se dilata en los destellos luminosos que son
enriquecidos por la fe, acrecentados por la esperanza y desarrollados por el
amor. Todo la parece nuevo; y al mirar hacia atrás, hace comparaciones y ve
claramente que la verdad, siempre la misma, es comprendida por ella entonces de
manera incomparablemente más completa. El relato de los Evangelios la
impresiona más; encuentra en las palabras del Salvador un sabor que hasta
entonces no había gustado. Comprende con más claridad el fin que se ha propuesto
en la institución de los Sacramentos. La Sagrada Liturgia la mueve con sus
augustas fórmulas y sus ritos tan profundos. La lectura de las vidas de los
santos la atraen; y nada la extraña de sus sentimientos y acciones; saborea sus
escritos más que todos los otros, y siente aumento de bienestar espiritual
tratando con estos amigos de Dios. Abrumada con toda clase de ocupaciones, la
antorcha divina la guía para cumplir con cada uno. Las virtudes tan varias que
debe practicar se hermanan en su conducta; ninguna de ellas es sacrificada a la
otra, puesto que ve la armonía que debe reinar entre ellas. Está tan lejos del
escrúpulo como de la relajación y atenta siempre a reparar en seguida las
pérdidas que ha podido tener. Algunas veces el mismo Espíritu divino la
instruye con una palabra interior que su alma escucha e ilumina su situación
con nuevos horizontes.
Desde entonces el
mundo y sus falsos errores son tenidos por lo que son y el alma se purifica por
lo demás del apego y satisfacción que podía tener aún por ellos. Donde no hay
más que grandezas y hermosuras naturales aparece mezquino y miserable a la
mirada de aquel a quien el Espíritu Santo dirige a las grandezas y hermosuras
divinas y eternas. Un solo aspecto salva de su condenación a este mundo
exterior que deslumbra al hombre carnal: la criatura visible que manifiesta la
hermosura divina y es susceptible de servir a la gloria de su autor. El alma
aprende a usar de ella con hacimiento de gracias, sobrenaturalizándola y
glorificando con el Rey Profeta, al que imprimió los rasgos de su hermosura en
la multitud de seres que con frecuencia son causa de la perdición del hombre,
aunque fueron determinados a ser escalas que le conducirían a Dios.
Además, el don de
Entendimiento da a conocer al alma el conocimiento de su propio camino. La hace
comprender la sabiduría y misericordia de los planes de lo alto que
frecuentemente la humillaron y condujeron por donde ella no pensaba caminar. Ve
que, si hubiese sido dueña de su misma existencia, habría errado su fln, y que
Dios se le ha hecho alcanzar, ocultándole desde un principio los designios de
su Paternal Sabiduría. Ahora es feliz, porque goza de paz, y su corazón es
pequeño para dar gracias a Dios que la conduce al término sin consultarla. Si
por casualidad tuviere que aconsejar o dirigir, bien por deber o por caridad,
se puede confiar en ella; el don de Entendimiento lo explota por igual para sí
misma como para los demás. No da lecciones, con todo eso, a quien no se las
pide; pero si alguno la pregunta, responde, y sus respuestas son tan luminosas
como la llama que las alienta.
Así es el don de
Entendimiento, luz del alma cristiana, y cuya acción se deja sentir en ella en proporción
a su fidelidad en el uso de los demás dones. Se conserva por medio de la
humildad, de la continencia y el recogimiento interior. La disipación, en
cambio, detiene su desarrollo y hasta podría ahogarle. En la vida ocupada y
cargada de deberes, aun en medio de forzosas distracciones a las que el alma se
entrega sin dejarse avasallar por ellas, el alma fiel puede conservarse
recogida. Sea siempre sencilla, sea pequeña a sus propios ojos y lo que Dios
oculta a los soberbios y manifiesta a los humildes (1), la será revelado y
permanecerá en ella. Nadie pone en duda que semejante don es una ayuda inmensa
para la salvación y santificación del alma. Debemos pedírselo al Espíritu Santo
de todo corazón, estando plenamente convencidos de que le obtendremos más bien
que por el esfuerzo de nuestro espíritu, por el ardor de nuestro corazón. Es
cierto que la luz divina, objeto de este don, se asienta en el entendimiento, pero
su efusión proviene más bien de la voluntad inflamada por el fuego de la
caridad, según dijo Isaías: "Creed, y tendréis entendimiento"(2).
Dirijámonos al Espíritu Santo y, sirviéndonos de las palabras de David,
digámosle: "Abre mis ojos y contemplaré las maravillas de tus preceptos;
dame inteligencia y tendré vida"(3). Instruidos por el Apóstol, expresemos
nuestra súplica de manera más apremiante apropiándonos la oración que él dirige
a su Padre Celestial en favor de los fieles de Éfeso, cuando implora para los
mismos: el Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él,
iluminando los ojos de vuestro corazón. Con esto entenderéis cuál es la
esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas y la gloria de la herencia
otorgada a los santos (4).
1 .Lucas, X,
21.
2.
Isaías, VI, 9, citado también
por loa Padres griegos y latinos.
3. Ps., CXVIII.
4. Eph,, I,
17-18.
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