viernes, 31 de julio de 2015

San Ignacio de Loyola, Patrono de los Ejercicios Espirituales


Biografía de San Ignacio
Su nombre era Iñigo López de Loyola, que cambió entre 1537 y 1542 por el de Ignacio «por ser más universal», o «más común a las otras naciones». Según la tradición, fue el último de los ocho hijos varones de Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y Marina Sánchez de Licona.

I. INICIOS
Sobre su fecha de nacimiento oscilaron las opiniones de los contemporáneos. En su epitafio, tras seria deliberación, se fijó su muerte a los 65 años de edad, lo que equivalía a decir que había nacido en 1491. Nada cierto se sabe sobre su primera educación familiar. Su padre debió de fallecer antes de 1506; su madre, poco después de otorgar testamento el 23 octubre 1507. Por estos años, el joven Iñigo se incorporó en Arévalo (Ávila) a la familia del contador mayor [ministro de Hacienda] de los reyes, Juan Velázquez de Cuéllar. Allí pasó unos diez años, en los cuales tuvo ocasión de acompañar al contador durante sus viajes a la corte y otros lugares. Con los libros de su protector pudo adquirir una cierta cultura y perfeccionar su escritura, que le mereció ser considerado «muy buen escribano». Tras la caída en desgracia y sucesiva muerte de Velázquez de Cuéllar en 1517, su viuda, María de Velasco, se preocupó del porvenir de Iñigo y le dio 500 escudos y dos caballos, para poder dirigirse a Navarra y servir como gentilhombre al virrey, Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera. Allí dio muestras de hombre «ingenioso y prudente en las cosas del mundo» y de tener «grande y noble ánimo y liberal», como escribió Juan Alfonso Polanco, sobre todo en dos ocasiones: cuando ayudó a la pacificación de algunas villas de Guipúzcoa, divididas por el nombramiento de Cristóbal Vázquez de Acuña como corregidor, y cuando la villa de Nájera se sublevó contra su señor durante la rebelión de las Comunidades (1520-1522). 
Tomó parte en la defensa de Pamplona al ser atacada (1521) por el ejército francés. Incitó a sus compañeros de armas a resistir en el castillo, pero fue herido por una bala que le rompió una pierna y le lesionó la otra. Desde Niccolo Orlandini, la tradición ha situado la providencial herida en el 20 mayo 1521, lunes de Pentecostés. La rendición del castillo se produjo el 23 ó 24 del mismo mes. La herida de Iñigo fue grave, como consta por la deposición del alcaide del castillo, Miguel de Berrera. Tras las primeras curas, practicadas por los franceses, fue llevado por sus paisanos a su casa de Loyola, donde sufrió una dolorosa operación, soportada con gran fortaleza. Su estado fue empeorando y el 28 junio fue el día crítico, pero aquella misma noche empezó a mejorar. Una vez repuesto, quiso que le cortasen un hueso de la pierna, que le habría impedido calzarse una bota «muy justa y muy polida» que deseaba llevar.

II. CONVERSIÓN y PEREGRINACIONES (1521-1524)
Durante su convalecencia pidió que le diesen libros de caballerías para entretenerse, pero al no encontrarse en la casa, le dieron a leer la Vida de Cristo por el cartujo Ludolfo de Sajonia, traducida al español por Ambrosio Montesino y publicada en Alcalá hacia 1502 o 1503. También le ofrecieron el Flos Sanctorum de Jacobo de Varazze, en una traducción prologada por el cisterciense Gauberto Maria Vagad. La lectura de estos libros le provocó una lucha interior que le abrió el paso a su conversión, a través de la discreción de espíritus. Se dio cuenta de que, cuando se entretenía en pensamientos mundanos, entre los que dominaban los servicios que podría hacer en favor de una dama innominada, encontraba gusto en ellos, pero después se sentía árido y descontento; mientras que cuando pensaba en imitar a los santos, cuyas vidas estaba leyendo, no sólo se consolaba con estos pensamientos, sino que después de dejados, quedaba contento y alegre. La pregunta que se hacía a sí mismo era: «¿Qué sería si yo hiciese lo que hicieron Santo Domingo y San Francisco? y se proponía: ¿Santo Domingo hizo ésto? Pues yo lo tengo de hacer. ¿San Francisco hizo ésto? Pues yo lo tengo de hacer.» Decidió romper con su vida pasada y empezar una nueva. Su primer propósito fue realizar una peregrinación a Jerusalén. Para imitar a los santos se daría a largas oraciones y penitencias.
Rompiendo la resistencia que le opuso su hermano mayor, salió de Loyola en febrero 1522, con el plan de dirigirse a Barcelona y de allí a Roma, para procurarse el necesario permiso del Papa en orden a su peregrinación. Se detuvo en el santuario mariano de Aránzazu, donde probablemente hizo voto de castidad. Él nos dice que este voto lo hizo en el camino hacia Montserrat, donde se preparó por un tiempo a una confesión general, que duró tres días, y a la vela de armas, que realizó ante la imagen de la Virgen morena en la noche del 24 al 25 marzo 1522.
El 25 marzo «en amaneciendo, partió por no ser conocido, y se fue, no el camino derecho de Barcelona, donde hallaría muchos que le conociesen y le honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice Manresa». Su idea era quedarse en Manresa algunos días en un hospital y anotar algunas cosas en un libro «que él llevaba muy guardado y con el que iba muy consolado»- De hecho, su estancia en Manresa se prolongó unos once meses, y puede dividirse en tres períodos: uno de calma casi en un mismo estado interior; el segundo, de terribles luchas interiores, dudas y escrúpulos acerca pasadas, con tentaciones de suicidio; el tercero consolaciones e ilustraciones divinas, que tuvieron por objeto el misterio de la Eucaristía y otros. Por efecto de estas luces llegó a decir que, aunque no hubiese la Sgda. Escritura, él creería en los artículos de la fe solamente por la luz que había recibido en Manresa. La más extraordinaria de estas gracias fue la que suele llamarse “eximia ilustración”, que recibió a orillas del río Cardoner, una vez que se dirigía al monasterio de San Pablo. No precisó a su confidente, el P. Luis Gonçalves da Càmara lo que allí se le comunicó, pero sí que desde aquel momento “Le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía antes". Añadió que, si juntase todas las ayudas que había recibido de Dios hasta entonces (en 1555), «no le parece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola». A esta ilustración aludía, con toda probabilidad, al fin de su vida cuando, al ser preguntado por algunas cosas introducidas en la Compañía de Jesús, se refería a «un negocio que pasó por mí en Manresa). Lo que allí vio, probablemente, fue el nuevo rumbo que había de imprimir a su vida: cambiar el ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de las almas, con compañeros que quisiesen seguirle en la empresa. En este sentido deben entenderse las meditaciones del Reino y de las Banderas, de los Ejercicios, en las que Jerónimo Nadal vio una estrecha relación con el fin que se había de dar a la Compañía de Jesús. En este tiempo de Manresa hizo «cuanto a la substancia», según expresión de Diego Laínez, los Ejercicios Espirituales, que practicó antes de escribirlos. Como dice Polanco «después el uso y experiencia de muchas cosas le hizo más perfeccionar su primera invención; que, como mucho labraron en su misma ánima, así él deseaba con ellos ayudar a otras personas”.
En febrero 1523 dejó Manresa para ir a Barcelona, desde donde, hacia el 20 marzo, se embarcó para Gaeta, para proseguir viaje a Roma. El documento pontificio concediéndole el permiso para peregrinar a Jerusalén lleva la fecha del 31 marzo 1523. Después de pasar en Roma la fiesta de Pascua (5 abril), el 13 ó el 14 emprendió el viaje a Venecia. Allí participó, junto con los demás peregrinos, en la procesión del día de Corpus. No teniendo dinero para pagarse el viaje a Jerusalén ni queriendo servirse de los buenos oficios del embajador de España, gracias a la recomendación de un español que le había socorrido a su llegada a Venecia, tuvo una audiencia con el dux Andrea Gritti, quien mandó que fuese admitido en el barco que llevaba a Chipre al nuevo embajador de la Serenísima. De la peregrinación a Jerusalén se tienen detalles, además de los consignados por Iñigo en sus memorias, por las relaciones escritas por dos de sus compañeros: el zuriqués Meter Füssly y el estrasburgués Philipp Hagen. Embarcándose en Venecia el 14 de julio de 1523, llegaron a Jerusalén el 4 de septiembre. Iñigo siguió a sus compañeros en la visita a los Santos Lugares. Pero su intención secreta era quedarse allí establemente, en parte para satisfacer a su devoción y en parte para ejercitar su apostolado con sus habitantes. Con todo, el provincial de los franciscanos, encargados de la Custodia de la Tierra Santa, se opuso tenazmente a aquel proyecto por el peligro que corría la seguridad personal de los forasteros en la región. Iñigo se vio, pues, forzado a renunciar a su sueño y emprender el viaje de vuelta. Salió de Jerusalén el 23 de septiembre y, tras muchas peripecias, llegó a Venecia a mediados de enero de 1524.
III. ESTUDIOS (1524-1535)
Durante todo el viaje estuvo pensando qué haría en adelante. Su decisión fue estudiar en Manresa, bajo la dirección de un monje cisterciense del monasterio de San Pablo, pero cuando fue a visitarlo, se enteró de que había muerto. Se instaló entonces en Barcelona, donde una bienhechora, Isabel Roser, se comprometió a cuidar de su sustento, y un maestro de gramática, el bachiller Jerónimo Ardévol, a enseñarle gratis. Así, a sus 33 años, empezó a estudiar latín. Tropezó con una dificultad, que resolvió con el recurso al discernimiento espiritual. Cuando se ponía a estudiar, le venían grandes ilustraciones espirituales que, al estorbarle en el estudio, vio que no procedían del buen espíritu. Prometió, entonces, en la iglesia de Santa María del Mar, a su maestro que asistiría a sus lecciones por dos años, mientras encontrase pan y agua para sustentarse. Con esta reacción eficaz venció aquella tentación contra sus estudios. Sin embargo, no pudo menos de dar desahogo a su celo, conversando con personas espirituales y dando los ejercicios a algunas de ellas. Además, reunió a sus tres primeros compañeros, que le siguieron a Alcalá y Salamanca.
Pasados dos años, siguió el consejo de su maestro y se trasladó a Alcalá para cursar la filosofía. Estuvo en la ciudad desde marzo 1526 a junio 1527, dedicado más a sus actividades apostólicas que al estudio. Dio a algunas personas los Ejercicios leves, según las normas de la anotación 18º del libro. El extraño modo de vestir que él y sus compañeros usaban y sus reuniones para hablar de cosas espirituales, infundieron sospechas en las autoridades eclesiásticas, precavidas contra las desviaciones de los alumbrados de la región. Se le hicieron tres procesos. En el primero, los inquisidores interrogaron a algunos testigos, tras lo cual dejaron la causa en manos del vicario diocesano en Alcalá, Juan Rodríguez de Figueroa. Este impuso a Iñigo y a sus compañeros que tiñesen sus vestidos. Pasando adelante en los interrogatorios, fue encarcelado por espacio de cuarenta y dos días. El 1 junio 1527 se dio la sentencia, por la que se les mandaba que cambiasen sus vestidos por los ordinarios de los estudiantes y que no enseñasen a nadie los mandamientos ni otras cosas de la fe católica, hasta haber estudiado tres años cumplidos. Viendo que se le impedía ayudar a las almas, decidió seguir sus estudios en Salamanca, donde encontró las mismas dificultades. Sus conversaciones espirituales suscitaron sospechas entre los dominicos del convento de San Esteban, que le sometieron a interrogatorio: hablar de cosas de Dios sólo podía hacerlo quien hubiese estudiado o quien recibiese luz especial del Espíritu Santo. Iñigo no había estudiado, luego hablaba por el Espíritu; y esto es lo que a ellos les hacía sospechar. Si en Alcalá había prevención contra los alumbrados, en Salamanca la había contra el movimiento erasmista. Iñigo y Calixto de Sa, su compañero, fueron puestos en la cárcel durante un proceso que llevó adelante el bachiller Sancho Gómez de Frías. A éste dio Iñigo «todos sus papeles, que eran los Ejercicios», para que los examinase. El punto más delicado en el que se fijaron los jueces fue el de la distinción entre pecado mortal y pecado venial. La duda fue la misma que en Alcalá: ¿cómo podía hablar de aquellas materias sin haber estudiado? A los veintidós días de cárcel, se les comunicó la sentencia: no había nada contra su vida o doctrina, pero se les ordenó que no declarasen si una cosa era pecado mortal o venial hasta después de haber estudiado cuatro años. La sentencia, pues, recalcaba la de Alcalá. Quedó libre, pero viendo que se le cerraban las puertas para el apostolado, se determinó ir a París para proseguir sus estudios.
Llegó a París el 2 febrero 1528 y decidió repetir los estudios de humanidades en el colegio de Montaigu. Para su alojamiento escogió el hospicio de Santiago, destinado a los peregrinos de Compostela, pero, a causa de la distancia del colegio, tuvo que procurarse otra habitación. Pensó ponerse al servicio de algún profesor, pero no lo halló. Decidió entonces ir cada año a Flandes a pedir ayuda económica a los mercaderes españoles de Brujas y Amberes. Estos viajes los hizo en 1529, 1530 y 1531. 
Este último año fue a Londres, volviendo con más dinero que otras veces. Con lo que recaudaba, podía no sólo proveer a su mantenimiento, sino aun ayudar a otros estudiantes.
Al regreso del primero de estos viajes intensificó sus conversaciones espirituales y dio los ejercicios a tres estudiantes, que cambiaron totalmente su vida. Esto disgustó al rector del colegio de Santa Bárbara, que amenazó a Iñigo con el castigo llamado la sala, consistente en azotar al castigado en una sala del colegio. Delatado al inquisidor Mateo Ory, Iñigo se presentó ante él, que le dijo que en efecto se le habían quejado sobre su conducta, pero que no pensaba imponerle ninguna sanción. Cursó la filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde tuvo como compañeros al saboyano Pedro Fabro y al navarro Francisco Javier. Maestro de todos ellos era Juan Peña, de la diócesis de Sigüenza. Los estudios filosóficos comprendían tres cursos: los dos primeros trataban las súmulas y la lógica, el tercero la física, metafísica y ética de Aristóteles. Iñigo obtuvo el grado de bachiller en Artes en 1532, el de licenciado en 1533 y el de maestro en 1535, aunque el diploma lleva la fecha de 14 marzo 1534, al estar datado al modo de París, donde el año comenzaba a partir del día de Pascua, que en 1534 cayó en el 5 abril. Estudió teología durante año y medio, teniendo que interrumpirla por motivos de salud.

IV. HACIA LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS (1535-1540)
Entre tanto se habían juntado con Iñigo los compañeros que habían de fundar con él la Compañía de Jesús. Todos ellos se proponían «servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del mundo», como escribió Laínez, uno de ellos. Este plan se concretó en el voto de Montmartre, que pronunciaron el 15 agosto 1534 y lo renovaron el mismo día los dos años siguientes. En aquel voto prometieron vivir en pobreza y realizar una peregrinación a Jerusalén. Si esperado un año, la peregrinación resultase imposible, se ofrecerían al Papa, para que él los enviase allá donde juzgase más conveniente. Hubo un punto que dejaron en suspenso: si, una vez llegados a Jerusalén, permanecerían allí o regresarían. Por primera vez aparece en este voto la persona del Papa como vicario de Cristo.
Iñigo salió de París para su tierra natal a principios de abril. Al motivo de cuidar de su salud, se añadía el de visitar a los parientes de sus compañeros españoles, que no pensaban volver a su tierra, y resolver allí sus asuntos pendientes. Llegado a Azpeitia, estuvo tres meses, viviendo en el hospital, sin querer hospedarse en su casa de Loyola, a pesar de los ardientes ruegos de su hermano. Aprovechó aquella estancia para promover por todos los medios que pudo el bien espiritual y moral de sus paisanos. Hizo que se tocasen cada día las campanas de la parroquia y de las ermitas del término de Azpeitia para que al oírlas, todos rezasen un Padre nuestro, Ave María y Gloria Patri por los que estuviesen en pecado mortal. Cortó los abusos del juego, los amancebamientos y uniones ilícitas. Promovió la creación de una obra para el socorro de los pobres vergonzantes. Logró poner fin a una larga controversia que oponía al clero y al patrono de la parroquia de Azpeitia con un convento de monjas de la Tercera Orden de san Francisco. Estando él allí y actuando como testigo, se firmó el 18 mayo 1538 un acuerdo entre las partes.
Iñigo salió de Azpeitia el 23 julio 1535 y se dirigió al pueblo de Obanos (Navarra), donde entregó una carta de Javier a un hermano suyo. Pasó a Almazán (Soria), y visitó al padre de Laínez. Otras etapas de su viaje fueron Sigüenza, Madrid y Toledo. En la cartuja de Vall de Cristo (Segorbe) visitó a su antiguo ejercitante de París, Juan de Castro. Prosiguió a Valencia, desde donde se embarcó para Italia. 
Pasó todo el año 1536 en Venecia, completando sus estudios teológicos y ejercitando el apostolado con conversaciones y Ejercicios. Allí vivió con las limosnas que le enviaron sus amigos de Barcelona y fue acogido en su casa por un señor «muy docto y bueno», que parece haber sido Andrea Lippomano, prior de la Trinidad. Mientras tanto, esperaba a sus compañeros que salieron de Paris el 15 de noviembre de 1536. Tras un viaje de cincuenta y cuatro días en medio de las inclemencias del invierno llegaron a Venecia el 8 enero 1537. Todos ellos, menos Ignacio, salieron el 16 marzo para Roma, a pedir permiso al Papa para peregrinar a la Tierra Santa. Lo obtuvieron el 27 abril, al mismo tiempo que la licencia para recibir las órdenes sagradas los no sacerdotes, de parte de cualquier obispo, aunque fuese fuera de las cuatro Témporas del año. El día de Corpus, 31 mayo, participaron en la procesión, junto con los demás peregrinos de Jerusalén. Pero este año no salió ningún barco con peregrinos, por los insistentes rumores de guerra con los turcos.
Ignacio y sus compañeros recibieron las órdenes de mano de Vicente Negusanti, obispo de Arbe (actual Rab, Croacia). Ignacio difirió la celebración de su primera misa año y medio, hasta la noche de Navidad de de 1538. Deseaba prepararse mejor para acto tan importante, aunque quería, además, celebrarlo en Belén o en otro de los lugares de la Tierra Santa. El grupo de compañeros tuvo que reconocer finalmente que la proyectada peregrinación era imposible y, en consecuencia, decidió ponerse a disposición del Papa. Pero antes de salir de Venecia Ignacio tuvo que resolver un caso judicial. Había sido acusado de ser un fugitivo de España y de París, perseguido por la Inquisición. El legado pontificio Verallo confió la causa a su vicario Gaspar de’Dotti, quien instituyó un proceso en toda regla, tras el cual pronunció una sentencia absolutoria, el 13 octubre 1537. Ignacio emprendió el viaje a Roma, con Fabro y Laínez, a fines de octubre. Durante todo el viaje experimentó muchos sentimientos espirituales, especialmente al recibir la comunión. Uno prevaleció sobre los demás: una gran confianza de que Dios les sería propicio en Roma. Al llegar a un lugar, llamado La Storta, a 16,5 kilómetros de Roma por la vía Cassia, tuvo una experiencia espiritual de excepcional trascendencia. Relata en su Autobiografía (n. 96) que "haciendo oración, tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan claramente que el Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz de dudar de que el Padre le ponía con su Hijo". Con esta expresión reveló la unión que desde entonces sintió con Cristo. Laínez completó estos datos, añadiendo que la visión fue trinitaria, y que en ella el Padre, dirigiéndose al Hijo, le decía: " Yo quiero que tomes a éste como servidor tuyo" y Jesús, a su vez, volviéndose hacia Ignacio, le dijo: "Yo quiero que tú nos sirvas" (FontNarr 2:133). La idea del servicio divino, tan central en los ejercicios, recibía una confirmación definitiva. Aparte del influjo que ejerció en la vida interior de Ignacio, esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la Compañía de Jesús, empezando por el nombre de la nueva Orden, un nombre que era todo un programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en el servicio de Dios y bien de los prójimos.
En noviembre 1537, Ignacio entró definitivamente en Roma. Allí, mientras los otros compañeros se dedicaban a otras tareas apostólicas, él daba Ejercicios. Merecen señalarse los que dio en Montecassino al doctor Pedro Ortiz, durante la cuaresma de 1538. En este año tuvieron que sufrir los ataques de algunas personas influyentes, que esparcieron rumores contra su vida y doctrina, repitiendo la acusación de que eran fugitivos, ya procesados en otras ciudades por la Inquisición. La consecuencia fue que los fieles se iban alejando de ellos; pero el mayor peligro consistía en que, si las calumnias prosperaban, les sería imposible realizar los proyectos que iban madurando. Por eso Ignacio quiso firmemente que se instruyese un proceso formal, acabado con una sentencia. Procuró y obtuvo una audiencia del Papa en Frascati, que mandó al gobernador de Roma, encargado de la justicia, que instruyese un regular proceso. Fue providencial el por aquel tiempo coincidiesen en Roma todos aquellos que habían juzgado a Ignacio en Alcalá, París, principales del nuevo Instituto. Fueron aprobadas por los seis Padres presentes en Roma. Tras este paso, el 8 abril se procedió a la elección de su primer General, que recayó, por voto unánime, en Ignacio. Éste había dado el suyo a aquel que tuviese más votos. Conocida su elección, pidió que se repitiese después de una más madura reflexión. Pero la segunda votación, del día 13, arrojó el mismo resultado. Entonces, Ignacio pidió tiempo para deliberar, y puso el asunto en manos de su confesor, el franciscano Teodosio de Lodi, del convento de San Pedro in Montorio. Allí Ignacio, en una confesión que duró tres días, expuso a su confesor toda su vida y su estado presente, con enfermedades y miserias corporales. El franciscano fue de parecer que debía aceptar y, a petición de Ignacio redactó un informe escrito. Entonces, Ignacio aceptó la designación. Era el 19 abril. Tras la elección del General, el 22 del mismo mes hicieron todos los presentes la profesión en la basílica de San Pablo extramuros; los ausentes la hicieron en fechas y lugares diferentes. 

V. ACTIVIDAD EN ROMA COMO GENERAL (1540-1556) 
Salvo brevísimas ausencias, Ignacio permaneció en Roma el resto de su vida. Resumiendo su actividad durante el generalato, pueden distinguirse en él dos aspectos: su apostolado directo en la ciudad de Roma y su acción de gobierno de la Compañía de Jesús. 
En los quince años de su gobierno logró dar a la Compañía de Jesús una organización ejemplar, infundirle un espíritu y abrirle las puertas hacia un apostolado misionero. No quiso tener hábito propio ni coro ni penitencias impuestas por regla ni tiempos determinados de oración para los jesuitas formados. Todo ello para que los jesuitas tuviesen aquella movilidad y disponibilidad que exigía su forma de vida y su proyecto apostólico. Por lo mismo, no admitió una rama femenina de la Compañía de Jesús ni quiso aceptar el cuidado habitual de religiosas sujetas a su obediencia. Tampoco admitió dignidades eclesiásticas o civiles.
Ignacio fue, a un mismo tiempo, un incansable hombre de acción y un ferviente contemplativo. Su más noble ideal fue promover la mayor gloria de Dios por todos los medios a su alcance. Como hombre de gobierno, dirigió a sus súbditos con prudencia y discreción. Amaba a todos con amor de padre, y todos se sentían amados por él. Puso un acento especial en la virtud de la obediencia, tanto como ejercicio de virtud, como por ser instrumento de cohesión y eficacia en la labor apostólica. En su vida personal fue un gran contemplativo, que experimentó especiales comunicaciones divinas. Su unión con Dios adquirió un tono más elevado en la celebración de la Misa, durante la cual fue dotado del don de lágrimas. A veces no podía celebrarla por la debilidad de su salud, a la que perjudicaban tan fuertes emociones.
Además del tiempo dedicado a la oración formal, practicaba y recomendaba a los demás el ejercicio de buscar a Dios en todas las cosas o, como escribió Nadal con frase feliz, fue "contemplativo en la acción". 
Su salud se resintió toda la vida de las ásperas penitencias practicadas después de su conversión. Siempre tuvo dolores de estómago; pero la autopsia, que le practicó el mismo día de su muerte el cirujano Realdo Colombo, demostró que su enfermedad consistía en una litiasis biliar, con reflejos que repercutían en el estómago. Murió en la madrugada del 31 julio 1556. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña iglesia de Santa Maria de la Strada y, en sucesivas traslaciones, depositado en el actual altar de dedicado a él en la iglesia del Gesù (Roma). Beatificado el 27 julio 1609 fue canonizado por Gregorio XV el 12 marzo 1622 junto con Francisco Javier, Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. Pío XI le nombró (1922) patrono de los Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.



1 comentario:

Nicolás Martinelli dijo...

Santo ilustrísimo San Ignacio! La perla de las órdenes religiosas!