lunes, 25 de mayo de 2009

Hombres de Antaño



"...y eran en sus hazañas largos para
facellas, cortos para contallas.
(P. Juan de Mariana)."
El 8 de abril de 1579 notábase una extraordinaria animación en el real de las tropas acampadas al pie de los muros de Mastricht, a una y otra ribera del Mosa. Alemanes, borgoñones, irlandeses, italianos y españoles, se agitaban por todas partes en sus respectivos cuarteles, con esa ordenada actividad que revela siempre la unidad en la dirección y la fidelidad en la ejecución. La caballería ligera de herreruelos traía ramas y malezas de las riberas del río: unos preparaban con ellas fajina para rellenar los fosos; otros cestones de tierra para proteger el manejo de la artillería, y sacas de lana y de hoblón, especie de simiente de que hacían en Flandes la cerveza, para reparar las trincheras. Algunos conducían en sus cureñas, tiradas por bueyes, los cañones que se habían de colocar para batir las murallas, en los fuertes bastiones levantados a igual altura de las defensas: todos, en fin, se aprestaban para el asalto, que después de un sitio de tres meses, había de darse al rayar el alba del siguiente día. Dirigía y animaba a todos un caballero, que, seguido de otros varios, visitaba al trote de un caballo bayo los diversos cuarteles, sin armas de ningún género, vistiendo tan sólo un balandrán azul con pieles de marta, y un bonetillo de lo mismo, en la cabeza. Era Alejandro Farnesio, Duque de Parma y de Plasencia, Gobernador general de los Países-Bajos en nombre de Su Majestad Católica el rey D. Felipe II, el Prudente.
Destacábanse en el fondo los negros muros de Mastricht, la triste ciudad afligida entonces por el triple azote de la guerra, el hambre y la herejía. La soldadesca hereje había saqueado los templos católicos, destrozado las imágenes, y puesto algunas de ellas en las baterías y murallas a donde era más de temer la arcabucería y artillería de los españoles. Una de gran tamaño y hermosura que representaba a la Virgen María sosteniendo en brazos a su divino Hijo, habíanla descolgado sobre la batería más próxima a las trincheras católicas; y revestidos los soldados con los ornamentos sacerdotales, parodiaban en torno las ceremonias del culto, llevando su atrevimiento hasta pasearse por el mismo revellín del foso, adornados con tan sagrados atavíos. Sacrílega provocación, que despertó en el campo católico esa santa ira, madre siempre de grandes acciones; esa santa ira, que no comprende la cobarde indiferencia de nuestra época, y llama por eso intolerancia y fanatismo; esa santa ira, que el mismo espíritu de verdad aconseja y justifica en aquellas palabras: Irascimini, et nolite peccare. Airaos y no queráis pecar.
Había sonado ya el toque de cajas, que indicaba a los soldados católicos la hora de retirarse a sus respectivos cuarteles: al oscurecer entraban en sus barracas a un segundo toque, y ya no era permitido transitar por el campamento, sin dar a los centinelas el santo y seña del día.
Tenía lugar en este intervalo, en uno de los cuarteles en que los famosos tercios españoles se acampaban, un espectáculo ordinario entonces, extraño hoy, que hubiera hecho sonreír a más de un soldado bisoño de nuestros días de motines y pronunciamientos. En una especie de plaza que dejaban libre las hileras de tiendas, hallábase una apiñada multitud de soldados, sentados unos, de pie otros, formando un gran corro. Veíase en medio a un hombre de pequeña estatura y débil aspecto, subido sobre un tambor, que sostenía una tabla: vestía la sotana de la Compañía de Jesús, y, enarbolando un crucifijo, predicaba a los temibles tercios la palabra divina, preparándolos a morir para enseñarles a vencer.
Y aquella turba de hombres aguerridos, feroces muchos, procaces no pocos, émulos de los macabeos, en el valor todos, en la virtud rarísimos, escuchaban con la cabeza baja aquellas tremendas verdades, mientras más de una lágrima surcaba atezadas mejillas, y se escondía en bigotes grises, y más de una manopla de hierro golpeaba un coselete de acero, bajo del cual se ocultaba un corazón contrito. Porque el rasgo característico de aquella época, tan ensalzada de unos, tan calumniada de otros, lo que la aleja de la nuestra tanto cuanto se ha nublado su gloria y se ha disminuido su poder, era que la fe vivía en todos los pechos; era que el respeto al sacerdocio daba una fuerza irresistible a la corrección cristiana; era que una moral acomodaticia no había tergiversado los nombres de lo bueno y lo malo. Por eso los muchos que obraban mal, sabían que mal obraban, y temían la censura pública; y esta convicción y este temor dejaban abierta la puerta a la vergüenza, que engendra al purificarse la humildad de espíritu, y al arrepentimiento, que pide y alcanza el perdón y asegura la enmienda.
Muchos soldados y oficiales se apartaban del corro, y se alejaban lentamente, dirigiéndose a varias barracas, que se distinguían de las otras en una cruz que las coronaba: iban a confesarse con los misioneros de la Compañía de Jesús, llamados por el Duque de Parma al real, y que con aquel fin se hallaban allí prevenidos.
Un caballero joven y de gentil presencia volvía de dar la guardia en uno de los dos puentes de barcas, que mantenían la comunicación entre el ejército de uno y otro lado del río. Traía el vistoso uniforme rojo y amarillo de la infantería de los tercios, y la falta de coselete revelaba su graduación de alférez. Joven, petulante y de costumbres demasiado alegres, había sufrido varias amonestaciones de los misioneros Jesuitas, que habían irritado su ánimo contra ellos: Detúvose, sin embargo, en un grupo de caballeros que, sentados en unos haces de forraje, escuchaban la palabra de Dios a dos pasos del que la predicaba.
Habíase ya puesto aquel sol que para muchos no volvería a lucir, y los muros de Mastricht iban tomando el aspecto de una enorme silueta negra, que se destacaba sobre las tintas pálidas y rojas del horizonte. Habían encendido los herejes dos hogueras sobre la muralla, una a un lado y otra a otro de la imagen de María colocada sobre el baluarte: distinguíase a su resplandor rojizo la sagrada imagen, vuelta la espalda hacia la ciudad apóstata, y presentando a los españoles su divino Hijo, como si les pidiese el amparo de la fe que él cimentó en el Calvario.
Volviose el jesuita hacia los muros, e indicó la imagen con el dedo.
-¿Quién no tiene ánimo para rescatarla? -dijo con sencillez. Hacedlo, y a sus pies daremos gracias por la toma de Mastricht.
Arrojó al oír esto al suelo sus manoplas el alférez que escuchaba, y exclamó con una arrogancia hija más bien de su antiguo despecho, que de la insolencia:
-Jamás pise yo tierra de Castilla, si ese Juan Fernández no tiene por más fácil escalar un baluarte que echar una absolución!...
Estas palabras llegaron a oídos del Jesuita: bajó entonces del tambor con el crucifijo en alto, y se dirigió al grupo de caballeros. Su ruin estatura parecía haberse agrandado: su humilde aspecto había desaparecido, dejando lugar a una imponente majestad, que tenía algo de sobrehumana.
-¿Conocéisme? -exclamó, agarrando por un brazo al arrogante alférez.
-¡Sí! -respondió éste entre turbado y sorprendido.
-¿Sabéis que soy Sacerdote?
-Sí...
-Pues ¡arrodillaos a mis pies, y besad esta mano, que absuelve y bendice en nombre de Cristo!...
Y al decir esto el llamado Juan Fernández, era su voz tan poderosa, era tan avasallador su acento, que subyugado el caballero descubrió lentamente la cabeza, hincó la rodilla en tierra, y besó la mano que el Jesuita le tendía.
Todos guardaban silencio: el caballero se había vuelto a levantar. Arrojose entonces a sus pies el P. Juan Fernández, y hundió la frente en el polvo.
-¡Satisfecho heis al ministro de Dios, señor caballero! -decía. El hombre... el ruin, el villano Juan Fernández, no es digno de besar el polvo de vuestras huellas... Pisadle, señor Alvar de Mirabal; pisadle, que tan sólo pisaréis envoltura de miserias!...
El caballero rompió a sollozar. El toque de cajas dio en aquel momento la segunda señal, y el corro se deshizo lentamente, entrando los soldados en sus barracas.
Dos horas después reinaba en el campamento un profundo silencio, interrumpido tan sólo por los gritos de alerta de los centinelas. Un hombre, envuelto en un largo ferreruelo negro, salió entonces de la tienda del P. Juan Fernández: era el alférez Alvar de Mirabal, que después de confesarse con el Jesuita, había jurado a sus pies morir en el asalto, o rescatar la imagen de María que los herejes profanaban.

II
Madrugó más la artillería enemiga que la de los católicos, y apenas rayaba el alba, un cañonazo disparado desde la puerta de San Pedro hirió malamente a cinco soldados que se hallaban en las trincheras, y echó por tierra sin vida al sargento Tello Paez: penetrole la metralla por entre la falda del morrión y la rodela, y le vino a salir por el ojo izquierdo. Fue la primera víctima que cayó aquel día, en que tantas otras habían de seguirle.
Tocose entonces al arma en los reales del Duque, y la gente acudió a sus puestos en el orden que ya tenía designado. Habíanse construido, siguiendo la misma línea de las trincheras, seis fuertes bastiones a la misma altura de las defensas, y repartido en ellos cuarenta y ocho cañones gruesos de batir, que habían de abrir brecha en la cortina de la muralla que unía la puerta de San Antón con la de San Pedro. Una mina arrancaba de las mismas trincheras hasta el revellín del foso, y pasando por debajo de éste escondía un enorme depósito de pólvora en los mismos cimientos de la puerta de San Servasio. Esta mina debía de volar cuando las baterías hubiesen cuarteado el lienzo de muralla que batían, para dividir así la atención de los sitiados entre ambas brechas: su detonación sería también la señal para atacar, por las puertas de San Antón y de San Pedro, tres banderas walonas y cuatro de tercios españoles, y por la de San Servasio la infantería tudesca y la de herreruelos, con cuatro banderas de los tercios. El resto de banderas había de esperar de refresco la fatiga de los sitiados, para atacar a una segunda señal la parte llamada del Burgo, que por ser más baja y tener secos los fosos, podía más fácilmente asaltarse con escalas.
En esta parte era donde habían descolgado los herejes la imagen de María, colocándola sobre el estrecho reborde que por debajo de las troneras guarnecía la batería, a no escasa altura de las trincheras católicas. En ellas estaba el alférez Alvar de Mirabal, silencioso, quieto, un poco pálido, esperando con disimulada impaciencia la señal del asalto. Había dejado su rodela y desceñídose la espada, y llevaba tan sólo dos pistolas al cinto y en la mano una de aquellas largas picas flamencas, llamadas salta-fosos (spring stock), que tenían en el regatón una gran pieza de madera que les impedía hundirse demasiado en el cieno, cuando las usaban los naturales, al mismo tiempo que para combatir, para saltar atrevidamente fosos y pantanos.
Tardose largo tiempo en batir la muralla, porque los sitiados acudían con gran presteza para hacer reparos, dirigidos por un ingeniero francés, Sebastián Tapín, y por el traidor español Manzano, desertor de los tercios, que había de pagar más tarde su alevosía, muriendo en la carrera de baquetas a que le sentenció el de Parma, cuando Alonso de Solís le hizo su prisionero.
Hallábase Alejandro Farnesio en una pequeña eminencia de lo interior del campamento, sobre un caballo frisón, que caracoleaba impaciente, presagiando la batalla: vestía unas armas doradas con banda roja, y rodeábanle D. Pedro de Toledo, Carlos de Manzfelt, Lope de Figueroa, y varios maestres de campo, que trasmitían y ejecutaban sus órdenes. Resonaban los cañones de las baterías, roncos cual los truenos que preceden a una tormenta: a eso del mediodía se divisó, entre el humo de la pólvora, cuarteada la muralla, viose claramente bambolearse un torreón e inclinarse del lado del foso. Alejandro hizo una señal, y cien cajas y cien clarines hicieron resonar a un tiempo, las unas su redoble, los otros su voz metálica. Reinó entonces un silencio solemne: enmudecieron los cañones, las espadas se inclinaron, las picas vinieron a tierra, la bandera que cobijaba dos mundos besó humilde el polvo, y aquellos hombres cubiertos de hierro, menos fuerte que el temple de sus almas, aquellos tigres feroces, que esperaban ansiosos lanzarse sobre la presa, hincaron la rodilla por espacio de varios minutos, para implorar el auxilio del Dios de las batallas: que tal era la costumbre, dice D. Bernardino de Mendoza, guardada siempre por los cristianos, y sobre todo por los españoles, antes de comenzar la pelea.
Alejandro hizo otra señal, y una descarga horrible y una detonación espantosa sonaron juntamente, al mismo tiempo que el lienzo de muralla y la puerta de San Servasio desaparecían a la vez, con la misma rapidez con que se muda la decoración en una comedia de magia. La mina había volado y el asalto comenzaba.
Viose entonces, antes que nada, a un hombre que pareció cruzar los aires desde las trincheras católicas a la batería del Burgo: viosele vacilar un momento en el borde del repecho que sostenía la imagen de la Virgen; afirmarse por una vigorosa sacudida, y dejar caer el salta-fosos de que se había servido para dar aquel prodigioso salto. Encontrose entonces solo, desarmado, sin más apoyo que una estrecha cornisa, teniendo bajo los pies una altura considerable, y sobre la cabeza un gran número de enemigos que, repuestos de su primera sorpresa, disparaban sobre él sus arcabuces. El guerrero no vaciló: agarrose a la imagen, que era grande y de peso; dejose caer con ella desde lo alto de la batería, y rodando sin soltarla, llegó a las trincheras del campamento. Púsose entonces de pie, chorreando sangre de varias heridas, y embrazando una adarga y blandiendo una partesana que allí encontró abandonadas, se unió gritando -¡Santiago!... ¡Virgen María!- a los tercios, que cual terrible avalancha se lanzaban en aquel momento sobre los muros de Mastricht.
Era el alférez Alvar de Mirabal, que había cumplido su juramento.

III
Peleaban mientras tanto sitiados y sitiadores en ambas brechas, con igual coraje y encarnizamiento. Había detenido en la de la muralla el terrible ímpetu de los walones que iban en la vanguardia, un reparo fortísimo de cadenas y puntas de vigas, levantado como por ensalmo, y un contrafoso lleno de clavos y pedazos de hierro: ganáronlos al fin con gran carnicería de ambas partes, ayudados por las cuatro banderas de los tercios que detrás atacaron, y peleose entonces pica a pica sobre el mismo adarve de la muralla. En la brecha de San Servasio se había trabado una atroz pelea: acudían los defensores con gran presteza a hacer reparos, ayudados de tres mil mujeres, que, repartidas en tres compañías, traían tierra y maderas, y arrojaban sobre los tudescos y herreruelos, fuegos artificiales, piedras y agua hirviendo. Estos por su parte rellenaron el foso con fajina, tierra y cascotes que habían caído de la ruina de la puerta, y se abrieron un camino para acometer. Morían por ambas partes, y ninguna cejaba, aumentando los montones de cadáveres atravesados en la brecha, para los católicos la dificultad de la entrada, para los herejes la facilidad de la defensa.
El de Parma mandó entonces atacar al resto del ejército por la puerta del Burgo: arremetieron furiosamente mil y quinientos de la vanguardia, y llegaron a salvar el foso sin que los sitiados disparasen un solo tiro. Ya los católicos arrimaban las escalas, trepaban muchos a la muralla, y un capitán de herreruelos llegó a clavar en ella un estandarte azul, con una imagen de Cristo, en todo semejante al que envió Pío V a D. Juan de Austria cuando la batalla de Lepanto. Al mismo tiempo vinieron a animar a los que en las dos brechas peleaban, los gritos de ¡victoria! ¡Santiago! ¡ganada es la puerta del Burgo!...
Sonó entonces una detonación horrible, más fuerte que el estampido de cien truenos, y viéronse volar por los aires hombres, piedras, armas, escalas, tierra, miembros humanos, todo en confuso remolino, y caer luego pesadamente en los fosos, entre una nube de polvo y humo que prestaba a tan terrible espectáculo todo el horror de las tinieblas. Los herejes habían volado una mina abierta sigilosamente por debajo de la puerta del Burgo, sin otra ayuda que la de las tres compañías de mujeres, y destruido así aquella lucida vanguardia que encerraba la flor del ejercito: allí murió Fabio Farnesio, primo del de Parma; el conde de San Jorge, el marqués de Malaspina, el conde de Mondoglio, con otros cuarenta y cinco capitanes de cuenta, y más de dos mil soldados de todas las naciones.
La victoria se había hecho imposible, y Alejandro Farnesio mandó por aquel día retirar el asalto.
Aquella misma tarde visitaba Alejandro los cuarteles, animando a los soldados, consolando a los heridos, y repartiendo entre ellos cuantiosos socorros, con aquella liberalidad y gracia que parecía haber heredado de su antecesor, tío y amigo queridísimo, el Sr. D. Juan de Austria. En un ángulo del cuartel de los tercios españoles, habían colocado los soldados la imagen de María rescatada por Mirabal, sobre una cureña cubierta con una bandera ganada aquel mismo día a los herejes. Alejandro preguntó lo que aquello significaba, y refiriéronle entonces la hazaña del alférez, que allí se hallaba presente, y la escena que con el P. Juan Fernández había tenido lugar la víspera.
-Traed acá esa jineta -dijo el Duque a un paje que caminaba tras un caballero, llevando una lanza corta, cuyo hierro dorado salía de una borla de seda, y era en aquel tiempo insignia de los capitanes de la infantería española. Y entregándola él mismo al alférez, añadió:
-Tomadla vos allá, señor Alvar de Mirabal; que bien merece el mando de una bandera, quien tales empresas acomete.
Preguntó entonces Alejandro por el P. Juan Fernández; mas éste no parecía. Todos le habían visto durante el asalto acudir a los sitios de más peligro, en compañía de los otros misioneros, para retirar a los heridos y auxiliar a los moribundos: viéronle más tarde en la gran tienda levantada en el centro del campamento para socorro de los heridos, ocupado en las mismas tareas: después nadie le había visto. Tan sólo un soldado viejo dijo que media hora antes le había interrogado el jesuita minuciosamente, acerca de la posición del foso de la puerta del Burgo, en donde habían quedado abandonados tantos heridos, sin auxilio de ningún género: luego, le vio entrar en su tienda lanzando exclamaciones de dolor y de lástima.
-¡Vedle! ¡vedle!... ¡allá va! -gritaron entonces varias voces.
Y los que estaban en lugar más elevado pudieron ver al P. Juan Fernández, que traspasando las trincheras del campamento, se dirigía solo, sin prisa, sin temor, sin más arma que un crucifijo pendiente del cuello, hacia el foso de la puerta del Burgo. Los herejes le vieron venir desde el muro, y dispararon contra él un falconete. Mas el jesuita siguió adelantando impávido, sin apresurar el paso y sin retenerlo tampoco. Los herejes lanzaban gritos de furor, y los católicos le veían marchar reteniendo hasta el aliento, porque adivinaban su heroico designio. Al llegar al foso sonó una descarga de mosquetería, y el jesuita cayó exánime al borde y rodó después al fondo, quedando inmóvil sobre un montón de muertos.
Las sombras de la noche extendieron poco a poco sus tinieblas sobre aquel campo de desolación, y entonces pudo verse que no había desamparado el ruin cuerpo del Jesuita el alma heroica que lo animaba: levantó con precaución la cabeza de la almohada de muertos en que se apoyaba, y escuchó ávidamente si se oía en el revellín del foso algún rumor de herejes. Nada se escuchaba: sentose entonces con presteza y estiró sus miembros entumecidos por aquella hora larga de inmovilidad absoluta, en que se había fingido muerto para escapar del fuego de los herejes. Comenzó entonces a remover a tientas aquellos fríos cadáveres, diciendo en voz queda:
-Hermano, ¿vivís?... Soy el P. Juan Fernández, que viene a confesaros, para que salvéis vuestra alma...
A veces nadie respondía; a veces un quejido revelaba la presencia de un cuerpo, que sufría aún los rigores de la vida; de un alma a quien todavía era tiempo de enviar al cielo. Entonces se arrastraba el jesuita en aquella dirección, y repetía su temerosa pregunta: un segundo quejido contestaba, y al punto removía en la oscuridad los cadáveres que oprimían al herido, colocaba su oído junto aquellos labios moribundos, oía sus pecados, y dándole la absolución, le abría las puertas del cielo.
Así recorrió de un cabo a otro cabo toda aquella parte del foso, confesando a cuarenta y dos moribundos. Acabada aquella tarea, a la vez sublime y espantosa, trepó con gran trabajo al borde del foso antes de que clarease el alba, y ensangrentado, cubierto de lodo, exánime, sin fuerzas para sostener el crucifijo que llevaba, volvió a los reales.
Las avanzadas de las trincheras le recibieron con gritos de alegría y entusiasmo, que llegaron a oídos del Duque de Parma, que en aquel momento montaba a caballo para dirigir la mudanza de las baterías que habían de proteger el segundo asalto. Dirigiose en persona a recibir al P. Juan Fernández, y se apeó de su hacanea blanca, al divisarlo entre un grupo de oficiales y soldados que le conducían victoreándole. Tomó Alejandro Farnesio con su mano cansada de pelear aquella otra mano cansada de bendecir, y la llevó respetuosamente a sus labios: condújole luego hasta su propia hacanea, y le dijo:
-Subid, P. Juan Fernández, y encaminaos a mi tienda, que allí encontraréis apercibimiento.
Y volviéndose al nuevo capitán Mirabal, que entre otros muchos allí había acudido, añadió:
-Tenedle vos el estribo, Alvar de Mirabal, y confesad que esta vez fue mayor hazaña echar una absolución, que escalar un baluarte.

R.P. Coloma S.J.

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